La garza del alisar

Tendido sobre una roca,
orillas del Macará,
caída el ala del sombrero,
melancólica la faz,
macilento y pensativo
un bello joven está,
que, así le dice a un correo
de Cuenca, lleno de afán:
–Correo que vas y vuelves
por caminos del Azuay,
a donde triste y proscrito
ya no he de volver jamás;
di ¿qué viste de mi Cuenca
en el último arrabal,
en una casita blanca
que orillas del río está,
rodeada por un molino,
perdida entre un alisar?

Y le responde el correo,
lleno de amabilidad:
–Diez días ha que salí
de los valles del Azuay,
y vi del río a la margen
la casa de que me habláis,
rodeada por un molino,
perdda entre un alisar.

–Está bien, pero no viste
en ese sitio algo más… ?

–Te contaré, pobre joven
que vi una tarde al pasar,
una niña de ojos negros
y belleza angelical,
toda vestida de blanco,
paseando entre el alisar.

–¡Ay! no te vayas, correo,
por Dios suspende tu afán;
tú que dichoso visitas
las calles de mi ciudad,
aunque estés de prisa, dime
de esa joven algo más!

–Caballero, cual los vuestros,
cual los vuestros eran ¡ay!
los ojos encantadores
de esa niña del Azuay:
tras de unas negras pestañas,
como el sol que va a expirar
velado por densas nubes
que enlutan el cielo ya;
melancólicos, a veces,
miraban con grande afán
a todos los caminantes
que entraban a la ciudad.
¡Pobre niña, pobre niña!
Cubierta su hermosa faz
con las sombras de la muerte
y una palidez mortal,
otras veces contemplaba
las hojas del alisar
que, arrastradas río abajo,
no habían de volver jamás:
pobre niña, ni lo dudo,
estaba enferma y quizás
ese momento se hallaba
pensando en la eternidad!

–¡Ay! mi correo, correo
tan veloz en caminar;
tú que dichoso transitas
por donde mi amor está,
dime, por Dios si supiste
de esa joven algo más!

–Cuando una vez de mañana
paseábame en la ciudad,
vi esparcidos por el suelo
rosas, ciprés y azahar
que formaban un camino
que, yendo desde el umbral
de una iglesia, terminaba
en la casa de que habláis;
luego escuché en su recinto
el tañido funeral
de una campanilla, y luego
de la salmodia el compás,
y olor del incienso me trajo
el ambiente matinal…!

–Dime, por Dios, ¿no supiste
quién se iba a sacramentar?

–Una niña a quien llamaban
por su hermosa y triste faz,
y por que vestía de blanco,
¡la Garza del alisar!

–Oh basta, basta, ¡Dios mío!
¡es ella… suerte fatal…!
¿Y habrá muerto… ? –Era de noche
cuando dejé la ciudad,
olor a cera y a tumba
percibí en el alisar…

–¡Valor! no tiembles, termina
mi suplicio es sin igual!

–Infeliz, yo vi las puertas
de la casa… –¡Acaba ya!

–Con un cortinaje negro
y abiertas de par en par…!

–Bendito seas, Dios mío,
acato su voluntad…!
Ella muerta, yo entretanto
proscrito, enfermo jamás,
jamás veré ya esos ojos
que empezaban a alumbrar
mi camino… Nunca, nunca
sino allá en la eternidad…!

Miguel Moreno
cuencano, 1851-1910