Con majestad sublime el sol se aleja,
y el extendido cielo
a las encapotadas sombras deja,
que ya le cubren con umbroso velo.
¡Qué solemne misterio! ¡Qué profunda
de paz y de oración grave tristeza.
ya el sol llega al ocaso
y la noche le sigue a lento paso.
En duelo universal naturaleza
se despide de aquel que la fecunda:
triste el cielo se enluta, gime el viento,
el mundo eleva unísono lamento.
Ya el rumiador ganado lentamente
desciende por la húmeda colina;
cansado el labrador deja la era
y a su rústica choza se encamina.
¡Qué misteriosa el aura pasajera
suspira y pasa! El ave en sordo vuelo
por las ramas se mete en pos del nido.
Sólo se oye el zumbido
de los insectos, que tal vez lamentan
desde la yerba del humilde suelo
la partida del claro rey del cielo.
¡Adiós, sol refulgente!
Yo también uniré mi voz humilde
a la voz elocuente
en que un sentido adiós te envía el mundo.
Tú no puedes parar, ni más despacio
puedes seguir tu arrebatado giro;
la mano omnipotente
a recorrer te impulsa sin reposo
las vastas soledades del espacio,
esos serenos campos de zafiro;
pero mañana volverás glorioso
a darnos vida y luz, astro fecundo…
De la meditación la voz me llama
a vagar solitario en la arboleda.
Anhelo ahora soledad, silencio…
allí los hallaré. El aura leda
duerme en las flores y la blanda grama
el son apaga de mis pasos lentos.
Como las sombras cunden de la umbría
noche en el cielo, así en el alma mía
cunden ya dolorosos pensamientos;
y una hoja que desciende,
algún eco fugaz, una avecilla
que errante y solitaria el aire hiende,
la leve nubecilla
que viaja a reclinarse allá en el monte,
o a perderse lejana
en el vago horizonte;
todo me causa una emoción profunda,
me aprieta el alma una indecible pena
y de improviso mi pupila inunda
de inesperado llanto amarga vena.
¡Melancólica tarde, tarde umbría!
Desde que pude amar me unió contigo
irresistible y dulce simpatía.
Tú fuiste siempre confidente mía,
tú fuiste, tú el testigo
de mis más tiernos e íntimos deseos
y locos devaneos;
tú de mi corazón, tú de mi alma
el seno más recóndito conoces.
¿Qué lágrimas vertí que no las vieras?
¿Exhalé alguna vez triste suspiro
que errando con las auras no lo oyeras?
¿Qué secreto agitó nunca mi seno
que a tus calladas sombras lo ocultara?
¡Qué de sueños de amor y de ventura,
qué de ilusiones halagüeñas viste
en mi pecho formarse
con esperanzas halagarme el alma
y para siempre en humo disiparse…!
Todo esto, ¡ay infeliz, todo me acuerda
esa tu sombra triste
y sin poder valerme huye la calma
del centro de mi espíritu agitado
y el dique rompe en férvido torrente,
el llanto, por mis ojos desbordado…!
¡Es preciso olvidar! Córrase el velo
del olvido sobre ese de amargura
pasado tiempo. A mi dolor consuelo
sólo tú puedes dar, alma natura;
yo por ti el mundo abandoné engañoso,
para buscar en ti dulce reposo.
¡Oh, tarde! Estas heridas mal cerradas
que aún sangran y renuevan mi tormento,
pasará el tiempo y las verás curadas.
Nunca de hoy más, halagará mi oído
de pérfida ilusión el dulce acento,
ni buscaré la flor do está la espina.
Quiero vivir contento
en esta amable estancia campesina,
aquí cavaré tumba a mis dolores;
y ajeno de ambición, de envidia ajeno
aquí (si tanto diérame la suerte)
como tu sombra espero cada día
esperaré sereno
esa de la existencia tarde umbría,
nuncio feliz de la esperada muerte.
Julio Zaldumbide Gangotena
quiteño; 1833-1881