Dedicada a la memoria de Roberto Núñez Ruiz; quien jamás se cansó de pintar veletas, manglares, y los mil rostros de Guayaquil
A esta,
y no a otra Guayaquil
la disfrazaron;
de silencio fúnebre,
de eco triste,
de catarsis atónita,
de una inmensa y lúgubre nada.
Porque nadie supo,
–hasta el sol delirante de hoy–
¡cuándo llegó de golpe!
la hora,
el día,
el momento maldito,
en que te hiciste,
–o más bien te hiceron–
melancólicas calles de vacío,
con semáforos tambaleantes de viento,
pálidos gritos de mutismo,
dando paso sólo a la ausencia,
al asfalto puro de tristeza,
a veredas desbordantes de carencia,
a todo aquello que no eres,
y que nunca serás,
pero que te convencieron que eras.
Te hicieron creerte
ciudad de lágrimas acoronadas,
una Guayaquil de rampantes tristezas,
entonada sólo en rosas blancas,
nacida para el negro duelo de la tarde,
y entregada ya a la agonía,
porque te pretendían resignada,
exhalante,
casi ida,
echada,
asonante.
A esta,
Y no a otra Guayaquil,
llegaron los agoreros de la muerte,
en medio de comparsas de mentiras
vestidos de demagogia barata,
a prometernos sueños de vida,
mientras,
nos vendían esperanzas castradas,
y juraban defendernos,
cuando impávidos nos crucificaban,
a decirnos que la mayor enfermedad es el miedo…
sin siquiera titubear,
mirándonos a los ojos,
invitándonos a un cofre de hierro;
triste baladrón que ignora
que esta ciudad no se amilana
que este puerto no se acongoja
ni siquiera en la hora más oscura,
ni ante tu truhán entrada,
que esta Guayaquil se sabe infinita,
eterna,
inmortal,
que se sabe luz innata.
A esta,
y no a otra Guayaquil,
le prensaron a sus hijos
y los vistieron de cartón,
para despedirlos de esta vida.
Y es que,
hasta en el cruel óbito,
maltrataron al hombre sencillo,
y a la mujer que amilagra la comida,
o al anciano plegado por la vida,
pero que aún quería seguir viviendo…
a ellos,
a todos;
los recaderos del poder
nos recordaron su eterno olvido,
Y nos regresaron a la humillación,
nos soslayaron en su miseria,
y nos dijeron,
–como se dicen las cosas más importantes–
sin articular palabras,
que siempre fuimos los otros,
los relegados,
los descamisados que estibaron sus penas,
que aunque sudamos con la espalda partida,
igual buscamos un motivo
para siempre sonreír,
para hacerle una finta al llanto,
y que si toca robar para comer,
no nos pillaría nunca Caronte,
boca abajo,
esperando algún fin,
o simplemente esperando.
A esta
Y no a otra Guayaquil,
me la ahumaron de muerte,
la pintaron de cadáver,
y nunca la recogieron,
la dejaron ahí,
tirada,
lanzada,
agonizante,
a las puertas del mismo infierno,
a su suerte,
sin que nadie la mirara,
a su suerte,
escuchando las voces de siempre,
de los ingratos,
de circundantes carcundas,
de los miserables de alma,
de los separatistas,
de los que se olvidan que a sus faldas
nació la libertad,
de los que nunca entenderán
lo que es amarla,
de los que piden arrancarla de la patria,
como si existiera patria sin Guayaquil.
A esta,
Y no a otra Guayaquil,
Pendiente de una madeja,
La tejieron huérfana,
La bordaron viuda,
Y la cosieron perdida de sus muertos,
Sin darle el derecho
de cobijarlos bajo su tierra,
De saber cuál era su nombre,
De tener la certeza,
de que son ellos y no otros,
los que descansan en sus raíces,
de tener la certeza que es a ella,
o a él,
al que se le está colgando un pétalo,
de añoranza,
de tristeza,
de esperanza,
porque hasta eso nos arrebataron:
la pertenencia,
el derecho
de desnidar la fe ante un féretro,
y mecernos de ella,
para saber que algún día,
en algún lugar,
los volveremos a ver.
Es que a esta,
y no a otra,
a esta Guayaquil,
pensaron que la columpiarían
del absurdo,
de la preterición,
de las esquinas asignadas
a lo pasajero,
a lo habitual,
a lo intrascendente.
Es que sencillamente,
no te conocen…
cuando sólo al nombrarte,
–y ni siquiera ello–
al sólo evocarte,
te vistes de perpetua,
de rebelde,
de libre,
de fiesta,
de habernos convencido,
a todos tus hijos,
que si asististe a un entierro,
es al que le has dado,
a cuanto tirano te ha pretendido,
de tener la premonición inequívoca,
de entenderte siempre invencible,
y que no importa cuántas veces te crean caída,
te levantarás,
te impondrás,
resurgirás de donde nadie pudo regresar,
y una y mil veces,
no importa si es cinco siglos después,
te volverás a fundar.