Nadie sabe lo que siento cuando salgo en la mañana a trabajar y me despido de mis hijos: unas ganas de volverme a la cocina y poner a freír pan para que sepa a miel la mantequilla, o arrojar la bicicleta a medio estero e irme caminando para llegar tarde cada día y que me boten por irresponsable, pues, por mal padre, por no saber cuidar de mi familia.
Entonces, irme a recoger auroras con mis dos pajarracos, bailar lambada, joder la vida— y luego volver, tomar sopa caliente, dormir toda la tarde, volar cometas cuando el sol bosteza, y contarles cuentos de enamorados o de corrompideces parecidas. Después, bañarnos bien, mojar toda la casa persiguiendo al gato y que mamá nos grite: «¡ya no jodan y váyanse a dormir!», mientras nosotros, matándonos de risa, corremos lámpara de que le hacemos caso…
Pero hay que trabajar, esa es la cosa. Por eso, en esta luna, cuando a los locos se les mueve el plato, voy a forrar de flores la bicicleta para que mañana, cuando me vaya a machacar, y a cambio de todo lo soñado, después del beso, mis pelados digan: «¡allá se va papá, en su jardín, volando!»
Fernando Artieda Miranda
guayaquileño; 1945 - 2010