«…Yo sé que tú lo dudas que yo te quiera tanto. Si quieres me abro el pecho y te enseño el corazón
Y le llegó su caimán
su Julio Verne
por eso de que de la tierra a la luna,
de que viaje al centro de la tierra.
Cosa tan triste.
Y fue como si anduvieran ofreciendo la muerte a domicilio
porque de pronto se encendieron las rocolas
en el pollo loco
en el chuzo engreído
en el no te agüeves
y la voz del man entró así con todo
por las ventanas de las casas
por las goteras del techo
por las rendijas de las cañas separadas.
En las esquinas la biela zumbaba
y la gente no hablaba sobre él
porque para qué iban a hablar
si el pueblo sabe que de esas cosas nunca se habla.
En el café de los intelectuales
la cosa se estaba poniendo kafkiana
cuando pasó Carebandido y les dijo
que «qué Gabo ni la gaver's
no ven que se ha muerto el man».
¿Cuál man cuál man…?
preguntaron los desenchufados
y Carebandido
con esa dignidad característica de los ladrones de barrio
y los poetas:
«Cuál man más va a ser pues gil
habrá algún otro más bacán que Julio Jaramillo».
Las putas sacaban monedas de a Sucre
de sus chaucheras trasnochadas
y las metían en las ranuras de las wurlitzer
para escuchar
«No puedo verte triste porque me mata
tu carita de pena, mi dulce amor».
Y comentaban
y algunas hasta lloraban
y el maricón Alfredo tenía que estarlas arriando
«ya pues señoras a trabajar
déjense de pendejadas
ni que el hombre hubiera sido su marido».
Una zorra veterana bebía cerveza y recordaba
que ella lo había conocido
desde los tiempos en que era camote de la Blanca Garzón
el mejor calzón
que había en esa época por los cabareses de Guayaquil.
Los taxistas y las peroles
seres por los cuales uno puede enterarse
de casi todas las cosas de este mundo
seguían escuchando Radio Cristal
que había transmitido como un partido de fútbol
la muerte de Jota Jota
«Con sus micrófonos instalados
directamente desde la Clínica Dominguez
donde yace en el lecho del dolor
el único
el incomparable
el ahijado de Car
el ídolo del pueblo
Julio Jaramillo».
La voz de Umovar
sinceramente conmovida,
pero rota por catorce horas seguidas
de darle y darle a la lengua en forma continuada
iba adquiriendo tonalidades deprimidas
y a ratos
hasta dejaba botado el micrófono
para ir a tomarse una cerveza
o a comentar con otros locutores de la radio
las cosas del velorio.
Las cantinas estaban llenas
y había un clima como de alborozo trágico
como si una angustia jubilosa fuera tomándose las calles
subiéndose por los postes de alumbrado
reptando por los jardines de los parques
y trepando los árboles más altos
para desde ahí descolgarse
con todo su entusiasta dramatismo
sobre la ciudad acongojada
sorprendida
estupefacta
porque era que no se podía creer
porque aunque se sabía que estaba grave
que se iba a morir de todos modos
una sobrevivencia como ajena
nos había dado la nota de que la muerte no existía
de no pararle bola
de que lo único que tenía derecho entre nosotros
era la vida.
Dos días con sus noches lo velamos en el estadio.
De todas partes se venían
con mujeres
con hijos
desde Lomas de Sargentillo venían
desde Pechiche
de Vuelta Larga venían
sólo para ver como cantaba de muerto.
Ríos de gente salían de los manglares
bajaban de los cerros rodando por el lodo
ensuciándose la ropa
perdiendo los zapatos
perdiéndolo todo
menos la firmeza de estar junto a él
en su última conquista
la de aquella tarde en que Dios que se le va ajumando
y él ¡zas! que se le va levantando a la muerte
para toda la vida.
Miles y miles de zambos
cholos
negras culonas
choros, putas, poetas, asesinos,
deportistas, periodiqueros, sinvergüenzas,
curas, sableadores,
contrabandistas, alcahuetes,
pesquisas, estibadores, betuneros y maricas,
gentes del pueblo arracimadas
en colas largas como el destino
para tocar el cuerpo
persignarse
llorar a grito herido la huella de su ausencia.
Mónica se vino desde la yoni para contarle
–después de muerto–
todo lo que lo había querido.
Un borrachito
con una botella de trago en la mano temblorosa
decía:
«ahora sólo nos queda Barcelona
ahora sólo nos queda Barcelona».
Ahora se va.
Va caminando lentamente como bandera extendida
entre los brazos de la gente.
Se va el zorzal, el lírico, el artista.
Se va el duro
el brava
el superbacán
el pinga de oro
el cantante más pesado que ha tenido el Ecuador
y el mundo más claro ya…
mucha nota con mi persona.
Ya resbala tiernamente el cadáver
abrumado de flores
y es como si los muelles
se hubieran puesto a toser señales
antiguas sirenas, cangrejos, pianos y manzanas.
La masa desconcertada
ebria de malas noches y de alcohol
se va raleando en grupos de a uno
de a cinco
de treintaidos.
Van buscando la calle estrangulada
que sienten medio enferma
como traspapelada entre las sombras
como sonámbula
como si fuera otra y no esta Guayaquil
la ciudad viuda y guáchara
que había perdido al mismo tiempo
su hijo
y su machuchín.
Fernando Artieda Miranda
guayaquileño; 1945 - 2010