Canto a la muerte

Me ha fascinado la muerte
con sus miradas azules.
Me ha arrebujado la muerte
entre sus diáfanos tules.

Me ha dado un beso la muerte
con su labio de amaranto.
¡Oh, qué milagroso encanto
el encanto de la muerte!

Alejado de las cosas,
profundo en su sueño vago,
yo me nutro como un mago
del veneno de mis rosas.

Sapiencia sutil y pura
que me enseñó la hechicera.
Amasar nuestra amargura
como un pedazo de cera.

Quién dijera, quién dijera,
hermano de días iguales,
que las úlceras fatales,
el dolor de la carrera,

todo, todo, se armoniza
en sus manos, de tal modo
que bendecimos el lodo
porque encierra la ceniza.

Y está escrito –tal lo advierte
la tierra que nos convida:
el hombre amará la vida
por ambición de la Muerte.

Y es ella, que no se esconde,
la que en lengua amortiguada
a nuestra ansiedad responde
dos blancas sílabas: nada.

Hombres, hombres ya cansados,
cancerosos de esperanza,
pensadores torturados
por ciencia que no se alcanza:

dejad que siga la suerte…
Y aprended el sueño helado:
abstracción de lo increado,
anestesia de la Muerte

¡qué sueño de mejor fin
que borrarse de repente?
¡No reflejar en la frente
la tortura del confín!

Cantemos, cantemos seres,
hermanos de pesadilla,
en salmos y misereres
el futuro de la arcilla.

La paz substancial y pura
que en la criatura se encierra
El vértigo de la hechura,
el destino de la tierra.

Al soplo que nos empuja,
se palpa la llaga, leve…
Está bendita de nieve
la mano que nos estruja.

Hé aquí que tras mil edades
aún el hombre no ha saciado
su sed en ]as ebriedades
del Mundo y de lo Ignorado.

Hé aquí, cien siglos pasaron
y los néctares y vinos
de los pámpanos divinos
la humana sed no calmaron.

Y se acrecentó la aguda
escoriación de lo eterno.
Y fue más honda la duda,
realización del infierno.

Me ha fascinado la Muerte.
Al fin, yo la he comprendido.
Me he echado como en un nido
en los brazos de la Muerte.

Y se adormece mi llaga…
Y el pensamiento encendido
es como un cirio encendido
que poco a poco se apaga…

Por milagro de aquel frío,
se extingue la llamarada.
Y sin pensar digo: Nada
–la corona de mi hastío.

Me ha fascinado la Muerte
con sus miradas azules.
Me ha arrebujado la Muerte
entre sus diáfanos tules.

Me ha dado un beso la Muerte
con su labio de amaranto.
¡Oh, qué milagroso encanto
el encanto de la Muerte!

Enrique Segovia Antepara
guayaquileño; 1901-1967