Adiós (fragmento)

Versos de fuego, con mi sangre escritos,
que condensen mis ayes infinitos
en un solo clamor, y a la futura
edad trasmitan el recuero infausto
de esta incomparable desventura;
versos qe inmortalicen tu holocausto,
a par de mi agonía,
lamentando el rigor de nuestra suerte,
quisiera componer, para ofrecerte,
¡mitad difunta de la vida mía!

Triste que muere, sus congojas mata
y este el remedio de mi mal sería:
mas, ¡oh martirio!, la fortuna impía,
que el más estrecho vínculo desata,
quiere extremar conmigo su violencia;
pues, con los restos mismo que han quedado
del lazo de mi amor, me ha sujetado
a la roca fatal de la existencia.

¡Reliquias de mi bien, huérfanos míos,
que gimiendo aterrados y sombríos
me circundáis en grupo tembloroso,
vosotros el precioso
derecho me quitáis con que podría
postrarme de rodillas ante el Cielo
y el inmediato fin de vida y duelo,
suplicios ambos, impetrar hoy día!

¡Extraña condición! Yo, que a torrentes
voy a beber el mar de la amargura,
os debo consolar, prendas dolientes
de mi muerta ventura…
Mas, ¿cómo aliviaré vuestro tormento?
¿Qué luz para mi rostro macilento;
para mi mustio labio qué sonrisa;
qué lenguaje a consuelos adecuado,
podrá darme este inerte y desolado
corazón, que en tinieblas agoniza?

¡Señor!, cuando tu arbitrio inescrutable
sentencia de orfandad dicte severa
contra humana familia miserable,
sea el padre la víctima primera;
y a la débil infancia que, inocente,
en el regazo maternal anida,
del materno calor saca la vida,
¡no la dejes sin madre, Dios clemente!

¿Quién soy desde que faltas, dueño, amado,
sino un huérfano más que, despojado
de tu inmenso cariño,
te busca sin cesar por donde quiera,
te llora amargamente como un niño,
y te llama y te espera
y, como no contestas, se sorprende
y de ver que no asomas, se horroriza
y hiélase de espanto, pues comprende
que ya no eres, mi amor, más que ceniza?

Consuelo de mis penas, ¿por qué acabas
tus juveniles años de repente?
Trunca dejas la tela que bordabas;
abierto aún el libro que leías;
suspensa la cristiana y elocuente
instrucción que a tus hijos dar solías…

¡Ten lástima de mí, Dios soberano!
Mi corazón se turba y anonada
al peso de tu mano
¡No, señor! ya me postro y me someto
al horrible decreto
que contra mí fulminas:
¡que se cumplan tus órdenes divinas!

Se fue la gloria mía;
se fue contigo, que mejor la amabas:
yo no la merecía.
Mil veces entendió que la llamabas;
mil veces me lo dijo de antemano;
aunque al hablarme de su fin cercano,
¡insensato de mí!, no lo creyera.
¡Ay! cuando ya no existe
saboreo el acíbar de aquel triste
"¿quién cuidará de ti, cuando me muera?"

¿Quién cuidará de mí…? Nadie, amor mío:
tu puesto está vacío…
Compañera adorada, ven a verme…
Tu familia de huérfanos ya duerme.
Desamparado estoy… Lúgubre calma
de silenciosa noche me circunda,
noche en el corazón, noche en el alma.
Todo es quietud profunda:
Nadie te observará: Sólo yo velo.
Acércate, por Dios; dame al oído
el plácido mensaje del cielo
por favor, por piedad, me habrás traído.
¿Cómo he de soportar esta condena
de forzado a la vida,
si alguna vez, a mitigar mi pena,
no vienes con tu amor, sombra querida,
espíritu inmortal, que al sacrosanto
seno de Dios volaste;
recuerda que en el mundo me dejaste
náufrago de las ondas de mi llanto.
Yo debo perecer si no me amparas;
pero ¡ay! entonces de las prendas caras
de mi dicha de ayer diera por fruto…
De orfandad doble vestirán de luto.

¡No! por más que me olvides yo no puedo
la cadena de romper con que ligado
por el amor a la desdicha quedo.

¡Emperatriz del cielo! a tu clemencia
con mi grupo de huérfanos acudo;
bajo tu amparo pongo su inocencia.

Madre del infeliz que no la tiene,
recibe esta familia, que a ser tuya,
dejando en polvo la que tuvo, viene.
Tu divino favor restituya
todo el amor perdido.
Por tu dolor de madre te lo pido,
acógela benigna en tu santuario;
sé su tierna y clemente protectora:
¡después de tu orfandad en el Calvario
ya no debe haber huérfanos, Señora…!

¡Adiós, mi caro dueño,
del cielo de mi amor astro extinguido!
Duerme en santa quietud el postrer sueño:
Yo, a continuar penando, me despido.
Mañana, que al tormento de llorarte
desfallezca y sucumba,
vendrán mis restos a pedir su parte
en tu fúnebre leche de la tumba…
Hasta entonces, ¡adiós! En la elegía
que amor y desventura me han dictado,
te dejo por ofrenda, esposa mía,
todo mi corazón despedazado!

Luis Cordero Crespo
cuencano; 1833-1912