Me asomé a los abismos de mi pecho
y profundos y lóbregos los vi;
tanto, niña, que en lágrimas deshecho,
horrorizado de mí mismo huí.
Luego admiré tu célica hermosura,
la gracia virginal de tu candor
y de mi pecho en la región obscura
sentí desconocido resplandor.
Torné a mirar adentro y hallé impresa
en el alma tu imagen de cristal,
estrella que ilumina helada huesa,
flor nacida en estéril cambronal.
Ya un altar en mi pecho has conquistado
y en él tendrás eterna adoración;
allí de hinojos vivirá postrado,
fiel ministro de amor, mi corazón.
Manuel Nicolás Arízaga
cuencano; 1856-1906