La confesión del poeta

¡Placer! yo soy ministro de una Deidad muy triste:
No quiero que me busques… ¡Ni que me nombres quiero!
Proscrito a las regiones donde el dolor existe,
como hijo de la Gloria, ser repatriado espero.

Me faltan los brocados que gastan los que tienen
en tus banquetes puesto; carezco de los dones
soberbios de las minas; mis obras no entretienen
a los que el alma llevan nublada de pasiones.

Apóstol de mi culto, las lágrimas recojo,
venero los andrajos, deploro el mal ajeno;
los tronos me repugnan, me ofende el manto rojo,
las conveniencias odio, sólo amo lo que es bueno.

No sé doblar el dorso, ponerme de rodillas,
besar pies que degüellan… ¡De hinojos solamente
a Dios!… ¿Por qué camino podré ganar orillas
al lucro y la privanza, sin empolvar la frente?

En esta cumbre austera, en donde aislado vivo,
pan falta y frío sobra, pero hay independencia:
se vive como pobre, mas no como cautivo;
y al oro con deshonra, ¡prefiero la indigencia!

Abajo, en sus orgías, están las cortesanas
jadeantes bajo el peso de sus joyeles de oro;
están esos galanes, si rubios, si de canas,
que nunca conocieron honor, fe, ni decoro.

Están los que por vida traducen el sentido;
los que los ojos tienen para la luz cerrados;
las hijos de Epicuro, que aprecian lo vivido
por esa cifra negra, baldón de los honrados.

Allí, galones de oro traiciones simbolizan;
la seda cubre llagas, la adulación rencores;
las frentes más alzadas de sombras se matizan,
naufragan las conciencias y medran los errores.

Aquí, en mi aislamiento, do vivo solitario,
hermano de las alas, del Arte sacerdote,
me embebo en el excelso sistema planetario
de aquellos que no llevan sino la luz por dote.

Juan Íñiguez Vintimilla,
cuencano; 1876-1949