A Ricardo Crespo
I
Llora sangre la lumbre vespertina;
flébil salmodia el alma de la tierra;
el Astro moribundo se reclina
en el túmulo de oro de la sierra.
Se abraza a Dios la Vida, solitaria;
llega en las sombras la visión del Cielo,
la flor se inclina, el esquilón plegaria,
y es afán de infinito, todo anhelo.
Del adiós de la Luz al cruel encanto,
¡qué horribles son, Dolor, tus espinares;
que dulce tu tristeza, Camposanto!…
¡Siento en mi alma, que rima sus querellas,
la infinita amargura de los mares,
la eterna soledad de las estrellas!
II
¡Cuál, en las tardes, tu partida lloro,
estrella azul de la esperanza mía,
que, en perenne crepúsculo de oro,
no acabas nunca de matar mi día…!
Muerta, no irradies resplandores vivos:
la Noche preste a mi dolor su calma,
y que florezca en astros compasivos
el nostálgico véspero de mi alma.
¿A qué tu luz en mi jardín sin flores?
Odio esta vida, que te adorna en vano,
y mi dolor, que sueña en tus amores….
Y siento, ante tu huesa , Oh! astro mío,
¡todo lo acerbo del destino humano,
todo el horror del estelar vacío!
Remigio Tamariz Crespo
cuencano; 1884-1948