Sinfonía de los antepasados

1959 - Hugo Salazar Tamariz, primer premio

Sinfonía de los antepasados

Solos
y de puntillas al borde del asombro
estamos,
en el centro mágico de los nombres,
castigados de ciclos,
de guerras
y de polvo,
como un fruto que enciende su piel en la tiniebla.
Ávidos vigilantes que,
sin embargo,
somos
tan sólo como el viento sobre la buena tierra:
pasajera cosecha de canciones
y ausencia,
eterno niño convertido en fechas.
Rojo licor que corre como un venado,
somos,
y alzamos la palabra frente al viento sin muros,
renunciando la forma del ángel en los hombros
y clavando con furia los dientes en el duro
alimento del tiempo repleto de presagios.
Alguien dijo,
alargando su voz tibia
y desnuda:
–somos sombra labrada por anónimas sombras–
y es verdad!
Oh,
las sombras que a los padres preocupan
en la noche
moviéndolos como a hojas…
Y ellos
y nosotros,
vasijas nunca llenas,
hambre de compañera,
de justicia
y cereal
desbordamos el vino,
los proyectos,
la pena,
la dura sal de entonces,
el hervor de la espera,
los cien frutos cortados para la diaria cena,
la mínima semilla que justifica al surco
mientras llueven los días en los cuerpos oscuros.
Hacia ellos volvemos la cabeza,
muy solos,
como los campesinos que retornan cargando
su brazada de trigo
y de abandono!
Desde los bisabuelos ignorados al margen,
hortelanos de flores,
de barbas
y de olvidos
en la huerta abonada de crepúsculo
y sangre,
conocemos el polvo que amasa en sus artesas
todo cuanto se extiende de la nube a la hormiga,
del silencio a los vítores,
de la novia a la madre,
desde el seno a la frase,
de la bruma a la vida
de la mano infantil a la cometa.

Oh,
ellos
y nosotros,
rumorosos
e inquietos,
agua golpeada contra musgosas piedras blancas,
encontramos vocales en el siseo lento
de las leves sandalias de un campo de cebada.
Tenía tal cantidad de imponderable bosque
en sus espíritus que,
de lejos,
su carne
era el árbol añoso que se convierte en odre;
simulaban paisajes de la séptima luna,
flameando con un viento de maíz
y leyenda,
desnudos
y totales como un día de lluvia,
con un sabor a duendes en su chica morena
y en su nostalgia sin explicaciones.

Íngrimos como dioses,
velaban recogidos
al pie de las nociones de la rueda
y la rosa;
como hogueras,
herían el vientre femenino,
hurgando en el futuro su repetida forma.
Oh,
profundas abuelas surcadas de deseos;
lejano
y tenue nido al fondo de una selva…
Oh,
profusas abuelas de llanto insomne,
cómo
os veo arrodilladas recontando los trojes
y las limpias gavillas del día
y de la noche,
o bajando a las vegas con rumor de terrones
desprendidos por unos pies de cobre.

Oh
surco de los progenitores en el fondo
de la apretada tierra que huele
y siente
bajo las estaciones;
en le brocal del pozo
esperamos el cubo de agua amarga
y breve;
un agua tan completa como el cielo en verano,
tan llena como la confesión de los amantes…

Oh,
tierra agua fluida,
líquido solitario,
última instancia de terrestre sangre!
Oh,
vosotros,
los puros ausentes inclinados
sudando en los sembríos como horas de invierno,
dejando en las praderas vuestros antiguos pasos
descalzos,
que corrían por los cerrados sueños.
No sabría nombrarlos,
pero desde mi canto,
sale la llamarada
y crepita
y se vuelca
sobre mis mil hermanos:
molineros del llanto,
picapedreros que hallan en su alma la cantera,
necesitados con las manos llenas…!

Os quiero ver alzando las ya doradas parvas
y las faldas repletas de hijos venideros,
desde la simple línea clara de las ventanas
que aún existen al fondo de los caminos viejos.

Oh,
vosotros,
que estabais allí,
precisamente,
prolongando la rama,
la ribera,
la voz,
encaramados sobre las semillas candentes,
dándonos un destino de alfareros…

Hay que poner el aire a la entrada del límite
y gritar que ya en todo está a punto la flor,
oh,

longevos guerreros,
pescadores humildes!
Cómo es posible,
entonces,
que vuestra luenga tierra
batida de sudores,
de hijos,
de jornadas
esté en otras manos.
Y la fiera corteza
titila como un astro entre las noches largas,
alzando sus mareas de protesta.

Oh,
vosotros,
sentados sobre la vieja piedra
grande,
junto al quicio sin puerta
y sin esperas,
vigilando el granero múltiple de las hembras,
repasando lecciones de saliva
y de estrellas:
qué amor en los perfiles del cerro
y de los hijos,
cuando se abate herida de sueño la pupila,
cabe el hogar,
sobre el oscuro
y arduo piso
donde ningún pariente extraña su comida
ni piensa en la partida que está cerca.
Cómo escucho ese eco de vuestra audaz carrera
insatisfecha
y pálida
fatigando los sexos,
parecida al rugir de imponderables fieras.
Nada pudo detener su avance.
Y cayeron
vencidos de estaciones terrestres,
de costumbres,
los amados hermanos que domaron el fuego;
no cayeron vencidos de conquistas ni guerras
pues sus raíces eran tan hondas como el tiempo
que es un árbol;
árbol lleno de nidos
y días,
días de pies livianos que llegan
y que pisan
un inmenso lagar lleno de polen!

No habláis desde estancias de apetito insaciable
bajo la geografía,
ahora dormidos padres,
con el profundo tono del hombre tras los besos.
Os veo en todos cuanto del amor participan:
mis vecinos,
que cuidan su trágica candela
al fondo de sus casas en perenne desvelo,
rodeados de angustias,
de dudas,
de cadenas,
pero con ambas manos en la vida.

Oh,
repletos de ausencia,
tensos arcos que ahora
hienden,
lejos,
la espesa soledad de sus selvas:
aquí,
oscuros parientes desvariaron la aorta
mágica de la ciencia
y amenazan la siembra
con fatídicos ángeles de hidrógeno
y cobalto,
soplando en la mañana de las mieses la entera
longitud de la muerte,
del espanto
y del caos.
Oh,
manes de los chasquis,
fallecidos eternos:
pueden batir sus alas en los cielos del infierno
pero no ha de secarse ni la luz ni la fuente,
porque en todos los puntos cardinales del hombre
cuidamos la redonda vida de la ternura,
vigilando sus vastos horizontes.

Pasáis,
todos los días,
por frente a mi ventana,
deseados cuerpos duros,
amados rostros simples,
perforando la adusta soledad que no acaba.
Cómo me duele,
entonces,
el tránsito seguro,
irremisible hundirse hasta el cuello del alma,
repletos de burbujas,
de tacto,
de capullos,
atónitos de ser irrepetibles!

Quiero que estéis conmigo cuando mi parca cena
finalice,
cuando el sol en los hondos platos
del día rebose,
cuando esté al filo de la
espada,
impagable,
cumplido ya los plazos,
y embriagado del jugo dionisíaco
y fértil
que exprimió vuestro abrazo mientras tendía,
duro
a lo largo del viento,
su postrer epidermis.
Quiero estéis conmigo cuando sea la hora
de alzar el mantel blanco puesto para la cena,
y cuando se interrumpa mi abecedario alegre
y se nublen las manos al buscarme.

Y,
con todos vosotros estaré,
la alborada
en que despierte el hombre liberado
y hermoso,
dueño
y señor del júbilo,
la canción
y la raza,
después de haber limpiado de sus ojos el polvo.
En mi mano,
la eterna mano que ha construido
desde una oscura cueva hasta una sinfonía,
habrá un cartel ardiendo,
una bandera,
un lirio,
y en la apretada marcha de los pasos sin réplica
oirán todos los muertos,
desde todos los signos,
cómo canta la verdadera vida!

Hugo Salazar Tamariz
cuencano; 1923 - 1999