A Francisco Alanche Muñoz

Fresco, franco y transparente;
respetuoso, bonachón… siempre sonriente;
auténtico, leal samaritano,
no se envanece con su obra;
con humildad que asombra
y sin presumir de filántropo…
silenciosamente, sin aspavientos:
¡cuántos sufrimientos y quebrantos:
oportuno, mitigas, a tu prójimo!

Alache Muñoz Francisco: ¡un señor!
La vida te ha ungido con la aureola
amable de los varones escogidos.
Con la estirpe noble de tus padres,
heredaste, de lelos, sus virtudes
elevadas de Cristianos solidarios.

Modelo de bondad bien entendida,
unificas, con tu ejemplo, a tu familia:
años, hijos, primos y sobrinos…
observando a diario la enseñanza,
¡zas!… muy pronto imitarán el paradigma.

Mi antiguo y dilecto amigo,
imitando a San Francisco, el clérigo…

Ayudas, en tu entorno, a jóvenes y viejos:
mitigando hambres calagurritanas;
invitando con gentileza humana
granados manjares de la cocina criolla,
o dándole discretamente: ¡el dollar!

Para que, ala vuelta de la esquina,
a comer se sientan, en cualquier silla…
No sufriendo la angustia y la zozobra,
con el tigre del hambre, que devora:
hígado, estómago, páncreas, corazón;
obnubilando el cerebro y la razón.

Amigo, cultiva esa vocación que Dios
la instauró en tu noble corazón.
Ahora ya no existen… familiaridades ni hijos
con fraternal solidaridad, el
homo-sapiensa, alienado, en involución…
estragado en egoísmo: sin valores ni moral,

desecha a sus raíces e ignora obligaciones.
¡Sigue siento así, no lo resientes!
Que, el de arriba –el creador– tu Señor
te devolverá «setenta veces siete»
lo que en su nombre des con alegría y emoción:
¡Arrivederci, hermano; este verso y terminamos!

Guayaquil, 1 de mayo de 2003

Miguel Ortega Calderón
guayaquileño; 1943