Divagaciones

1967 - Nicanor de J. Alejandro R., primer premio del Ismael Pérez Pazmiño

Desde los ángulos más oscuros de la sombra derruida
donde surgen estatuas ignoradas
y la noche cayéndole con sus agujas
y el viento
y el polvo;
desde el centro perfecto de todos los silencios
donde el vértigo erige altas catedrales de pavores circuidos
y el verbo se detiene en transparentes cárceles;
desde un universo sin vértices
ni meridianos
para medir la exactitud de los alientos
ni estaciones
para presentir la lluvia,
ni meses,
ni años,
ni días
para detener al tiempo en rígidos calendarios;
desde el centro bullente de la sangre
columpiando entre arterias y vísceras
y selvas interiores,
desde allí, como una raíz sedienta, naciendo por la tierra
vengo yo
y tú
y todos los hombres
y todos los pájaros errantes.
Y Dios.

Descendemos ignorando las inmensas escaleras
que nos trajeron hasta aquí
y de repente nos sentimos gritando
mientras todo gira, afuera, como un trompo:
Somos ciegos inmigrantes con el alma extasiada.
Tropezamos
y caemos,
nos levantamos,
corremos acezando,
acezantes,
buscando cielos,
verdes caminos,
gozosos ríos,
pedazos de auroras abriendo sus pestañas,
el refugio de un árbol y su ternura,
–la dimensión imperfecta de la eternidad y su arco iris.

Buscamos lenguajes para interpretar las cosas
para luego definir, por ejemplo, la tarde y su crepúsculo
donde fugaces ángeles van depositando sus lágrimas.

Y hallamos, después, azules precipicios
por donde rodarán viejos recuerdos refugiados.

Nos hallamos sobre la tierra
sin saber de dónde venimos.
Ni una brújula trajinada sobre los pies caminando
apenas un corazón revolcándose
y unas manos recogiendo estrellas altas en la noche alta.

Nos hallamos con los ojos desorbitándose
mientras la noche va creciendo poco a poco
de frente
y por entre los árboles y los espectros,
mientras los fantasmas
comienzan a desperezarse sobre sus cansancios.

Mientras la noche arde,
mi corazón de niño, con una sábana, se tapa.

Madurado, después, yo me encuentro.
Tengo siglos detenidos sobre mis hombros
y sobre mi angustia
con sus nieves y sus astros consumidos
con incinerados horarios,
con todos sus mares envejeciendo
con todo el pasado cayéndome de golpe.

Estoy resucitando en la hora imprecisa
con todos los harapos de un ayer extinto.

Pasó –y lo sé– la hora de la cometa
levantándose hacia los mas amplios cielos,
ya no el telegrama para alguien que no lo recibiría,
ya no la piola amarrada al alma,
tampoco el correr sobre las colinas de los sueños
llevando en las grandes alforjas
mundos y leyendas
inventados en la madrugada sórdida.

Ya no correr
y correr
y correr por todos los caminos de mundo limitado.
Ya no acostarse con ángeles,
ya no escuchar delgadas canciones
al borde de la cuna
y no poder tranquilamente atracarlas
en los livianos muelles
de la infancia.

Ya no poder romper las lágrimas sin causa
y una mano generosa, secándolas.
Ya no mojarnos la cara a cualquier hora
y un exacto reloj, controlándonos.

Y en esta hora
–azul y grande y honda–
inefable
casi sin palabras
madurado con lánguidos soles
estar despertándose transformado en hombre.

Hombre.
Un hombre madurado insensiblemente,
a la intemperie
solo en medio de la soledad desnuda.
Y estoy aquí
amasando estos oscuros panes agrios
frente a todos los vientos del norte,
abierto el pecho a los vientos del sur congelado
con todo mi aliento.
Tengo las manos limpias
Y en, ellas este pan oscuro y agrio.

A esta hora avanzada de ser hombre,
después de haber trotado tanto y tanto,
estoy arando la tierra
abriendo surcos.
Sembraré estrellas y canciones,
y amor
y mi ternura escogida
y mis sueños
y mi oración estremecida,
estremeciéndose.

Estaré transido
esperando que frutezcan mis árboles mejores.
Agua limpia
quiero para esta tierra cálida,
agua que corra mansamente
sobre mis valles y mis campanas,
agua para limpiar estas hojas sucias de tiempo
y de olvido.
Agua para mis grandes desiertos.
Agua para limpiar mi dolor
y mi angustia de mirar tardes falleciendo.
Agua para lavarme el alma
y las sombras que se refugiaron.
Agua clara para las manos.

Yo estoy gritando
desde la alta noche
mientras las semillas germinan bajo la tierra.

Mientras la vida
por los intersticios
fecunda los vientres oscurecidos y apretados.

Mientras allí
hay estremecimientos cálidos
un cruzarse de savias estupefactas.

Mientras alientos invisibles
estarán amarrándose.
Y estarán rompiendo paredes
y puertas
y aldabas de la tierra.
Mientras ríos sumergidos se buscan y no se encuentran.

Mientras, afuera van y vienen
vientos desesperados.
Danza una estrella solitaria en la noche girando.

Por mi gritan todos los hombres de la tierra,
los que tienen una herida en mitad del camino.
Los que tienen una bandera
asida junto al corazón.
Los hombres que esperan
que amanezca más temprano.
Los hombres desesperanzados,
los irredentos.
Los que cayeron y vencieron.
Los que tienen a Dios a su lado
y se cobijan bajo sus telas blancas.

Por mí gritan los hombres de la tierra.
Todos los hombres castigados por los páramos
y por la soledad
y por el viento erizándose.
Los hombres que agotados tocan todas las puertas
de la eternidad, los hombres agotados.
Los hombres conquistadores invencibles
de sueños.
Los trotamundos.
Los hombres que al meterse las manos en los bolsillos
encuentran el puño apretado.
Los hombres que van sumergiéndose en la noche,
como una embarcación herida
con todos sus cargamentos,
dulcemente,
insensiblemente,
infinitamente.

Nicanor de Jesús Alejandro Reyes
1928 -