Poema al hijo

1966 - Jacinto Santos Verduga, segundo lugar del Ismael Pérez Pazmiño
No hay mejor padre
que aquel que no tiene hijos,
ni mejor hijo
que el que no nace.

Hijo mío:
pequeña levadura de mi sangre,
honda raíz sumergida
en el centro
de la vida
verdadera.
Lentejuela
activa y esencial,
controlando el ritmo
de las internas palpitaciones.
Desnuda soledad
en un secreto cosmos.
¡Arco iris!
Estela cincelada
en el vuelo
de nueve cometas blancas.

Hijo mío:
delgada sonrisa
del dolor naciente,
prolongación del llanto
en lluvia multiplicado.
Antes que me asombre
el milagro
de la creación,
quiero reconocerme
en estas palabras
que desvelarán tu sueño
y rasgarán la calma
de tu íntimo universo.

Esférica,
completa,
ideal,
fue la antigua residencia
de mis sueños,
donde las diminutas manos
palparon el cielo
de la elástica membrana
y la savia
me llegaba puntual
por los profundos conductos
de todas las arterias.

El sol de su sangre
lloraba mis tejidos
y todo su espíritu
hinchaba mis venas.

Yo vivía pensando
por los milenios próximos,
sin saber que pronto
se cumpliría el plazo,
y así me sentí,
de repente,
con otra luz y oxígeno distinto.

Si me hubieran
anunciado antes
todo lo que me esperaba,
seguramente
mis dedos habrán crecido
para hacerse garras
y prenderme fuerte
por todas las paredes
de sus íntimas entrañas.

Yo no sé
por qué la vida
no continúa siempre,
segura y altiva,
en el vientre de las madres.
Para qué salir
si en cuanto estamos afuera
empieza nuestra muerte.
Por qué seguir
si sólo nueve meses tiene la vida.

Yo amé aquel recinto santo…
y aún lo extraño.
Y cómo no pensar en el regreso,
si regresar fuera posible,
cuando sabemos
que adentro no hubo guerras,
ni hambre, ni desolación, ni muerte.
Sólo amor. Un cosmos diferente.

Mi infancia
fue una estrella en fuga
fugaz
y la estela que dibujó
en mi recuerdo,
un lacerante desgarramiento de los sueños.
Pronto fui hombre.
Las lágrimas habían endurecido tanto
que pesaban en mi rostro.
Y las dejé atrás.
Vino el amor.
Y con él, el caos.
El ascenso a la cumbre
de todas las esperanzas
y el descenso a la sima
de todos los desengaños.

Todo en mí
llegó inesperadamente,
la vida, la muerte larga
y este anillo en la mano izquierda.
Hasta tu latir
lo siento inesperado.
Créeme,
he pensado
mil veces en tu existencia
y me parece hermosa
por todo lo que traerás de nuevo,
por la risa que nacerá en tu boca
para regarse en este pequeño cuarto,
por el tamaño de tus dedos
y el color de tus ojos.
Por todo lo primero
te necesito y espero.

Pero, hijo,
¡cómo hablarte,
sin herirte, de lo que ignoras?
Por lo mucho que te quiero
no quisiera que fueras,
por todo lo que te espera
no desearía esperarte.
No ves, que a veces,
en mí se anida tal paradoja,
que pienso
que no hay mejor padre
que aquel que no tiene hijos,
ni mejor hijo
que el que no nace.

Te diré y no te asombres,
que mientras mueren los niños
en algún lugar del mundo,
los otros no han dejado de ir al cine,
que la tragedia nos visita tanto
que cuando no llega, la esperamos.
Te diré pequeño mío,
que éste tu padre
sufre el sufrimiento
que no le es propio,
vive con el sueldo estrecho
—hasta hoy no he comprado
a mi boca
un pedazo de sonrisa—,
mira por las noches las estrellas
y para casarse
alquiló un terno viejo.

Si tú quieres
puedes venir.
Ven. Llega.
Yo besaré tu fresca piel mojada
y cuidaré las horas de tu sueño,
haré con mis brazos un cerco
para que juegues todas las mañanas,
seré tu sombra, si tú quieres,
tu mejor caballo de juguete,
pero no me mires nunca,
por favor, con malos ojos;
no me tengas venganza,
te lo ruego,
si se desgarra tu alma
por algo que no pueda evitarte,
si te muerde el cáncer,
si te hiere el desengaño,
si te amenaza la guerra.

Por Dios, hijo,
no quiero que sufras,
que nunca se humedezcan tus ojos
ni suba la fiebre a tu cabeza,
que nada desvele tu sueño
ni llegue el momento
que tú me preguntes: «¿por qué?»
y yo no sepa contestarte.

Si después de todo
tú llegas,
con los ojos más claros
por lo que te he dicho,
y amas la paz
y las cosas sencillas,
y das tus calcetines,
tus zapatos,
la camisa que llevas
y hasta tu misma alegría
al primero que encuentras,
yo bendeciré tu llegada
y amaré la vida.

Jacinto Santos Verduga;
bahieño; 1944-1967