Réquiem

Tercer lugar del Ismael Pérez Pazmiño de 1967
A César Dávila Andrade

Junto al fuego repleto de memorias,
espectando los círculos insomnes,
un anónimo dios deja su huella
y sollozando de retraimientos
se conjuga la sangre desarmada
con el filo imposible de la náusea.
El día, acicalado, se le viene
como los hondos perros campesinos,
y una mala palabra le sustenta
en el líquido andamio de su anhelo.

Todo de sed es hecho a semejanza
y alguna vez de triángulo o de trigo,
algo vuela en el ruedo del aroma
como si de la piel hiciera lámparas
para velar los pasos presentidos;
nada se opone a su mitad de llanto
cuando pasan los indios sin sembríos
mojados por el río y por la escarcha,
escarbándole el ojo que no sueña,
llamándole del nombre nunca dicho.

Con paso lento se venía lejos
esquivando encontrarse con los dientes;
miraba y remiraba los instantes
llenándole las copas al prodigio
donde aletea a muerte un conocido.
Se oyó nombrar como detrás de un árbol
–y el fruto ya maduro despedía
una substancia de niñez o madre–,
en las trastiendas de la antigua noria,
perdidos los sentidos que golpean…

Llevar la mano hasta la propia entraña
donde está de puntillas la esperanza
y asustarla como la piedra al agua…
Gritar sin voz, para el tímpano propio,
con esa palabrota que usa la soledad
cuando una cañería estalla en gotas…
Decir cosas que ajenan a los otros
entre vetas de opacos cotidianos,
cuando un hombre se muerde las esquinas
pegado a la moneda…

Las ventanas, de lejos, son tinieblas;
nosotros, la distancia imponderable
que se viene por todos los costados
con su carga de leña sin retorno;
entre hambres y besos tambalea
recontando praderas y murallas
donde agoniza el eco de la carne;
en esa luz titilan los dialectos
que como un toro inmenso se dilatan
midiendo medias noches asombradas.

¿Quién va a llamarle con la gran ternura,
quién a encararle con un dios de espuma,
quién a empujarle una camisa insomne?
No le vengan con alas ni sandalias
a contener la aorta y su sonido!
Un sol antiguo toca los portales
citándole a las horas inclementes
con el sonido extraño de la hierba
cuando está yéndose como un poco de humo…

¿Por qué decir ahora la noticia
que turba al ángel inventado anoche
cuando el demiurgo dividió el sustento
y un calcinado sexo reclamaba?
No se trata de mirar acodados
algún camino agreste, abandonado…
Era la expectación hecha pregunta,
un sí es o no es interminable
que desde cerca pareció sonido
cuando los otros iban de paseo…

¿Repasa el polvo en su talud del tiempo
o sólo roza en su enredado cráter
que siendo ser no está ni en la tiniebla?
Cara de sombra, se confunde y clama
cuando el ídolo muerde su milagro
y un círculo de plomo lo difunde,
lo anonada, le afirma y le sitúa.
Nunca sabrán los días ni las noches
por qué se tiene siete escalofríos
y un solo trago como una corteza…

El viento llega con sus ropas sueltas,
el ave se devuelve a su misterio,
la lluvia llega a recoger sus pasos
y el mar no acaba de arreglar sus citas,
cuando él se esconde en vino inconsagrado,
muerde los puños de sus apellidos,
parece un viajero en la partida,
quiere contar la hierba que le queda,
hace una estrella en su vacía mano
y nunca se parece a la llegada!

Él se mojó, de noche, en lo distinto
y contó con los dedos las paredes
mientras el esqueleto le crujía
como el casco de un barco ingobernable.
Su signo perdió el hilo de cometa
entre la poca gente conocida,
que se deja pasar yendo más lejos
con un grito apretado en los colmillos,
el ojo saturado de algideces
y en el paso los círculos viciosos.

Cuando estaba en el sol de los aleros
le hacía sitio a la melancolía
para charlar con ella del idioma
que tiene la canela trashumante,
del tinte que inunda las aldeas
mojadas por adentro de amargura;
y, por entonces, todo el alfabeto
extraviaba la tinteneante llave
en la vista que afina la silueta
desesperante de la eterna música…

No lo retuvo el aire hecho paisaje
ni el pájaro de azul significado;
se echó raíz a madre impostergable
ni abrazó la agonía de su tarde
sin grillos, sin crepúsculos, sin ganas.
¡Cayó en lágrima, en hojas, en bramido
cuando la llama le cortó la sombra
y siete transparentes concubinas
le pusieron sus olorosas manos
sobre la piel a medias desprendida?

Él, que buscaba el suspensivo tiempo
de la corteza al fondo demacrado
se puso en pie tocado por la urgencia
en la voz asistida de fantasmas,
cortó la doble amarra del celaje
tiró los ecos sobre las aceras
donde el día renuncia su destiempo,
y sin mirar a otros, sitibundo,
hundió sus puños de espectral presente
mientras muchos, dormidos, continuaban…

Oh, el vino que rebasa su memoria
para forzar el lecho de los ríos
y violar la tiniebla de las piedras!;
aquel vino de júbilos esquivos
que dibujaba frutos auxiliares
con color a verano –niñas álgidas
al ponerse los sueños en la cara–;
ese vino en las tardes sumergido,
al que buscó con voz y manos secas
y extraviaba, otra vez, con labios húmedos…

Respiraba en un aire lleno de alas
con un pulmón de anonadado bosque,
sintiendo las vigilias en que ayuna
la sangre que jamás rizan los sueños.
Hacia tiempo se extravió su niño
enredado entre arduos campesinos
–de aquellos que se extraen la semilla
de entre la prieta y confundida carne–
su niño de los lívidos temblores
atorado en el ángel de la guardia.

Todo lo que en las manos le pesaba
fueron sus cotidianos alimentos:
mascar la luz, despacio, despacito,
sin que alguien viniera de repente
con la pregunta en vilo desnudada;
remiraba lo trunco y lo marchito
papa darles su ángel acosado
con un sabor a hermana aguardadora,
de aquella forma que exprimió a la duda
cuando no se cansaba de estar tenue.

Sólo él sorprendió su desperezo,
su siempre amanecer en el silencio,
su hosca condición de encadenado.
En un ágil caballo de berilo
se iba por sus campos inundados
donde un ídolo verde se ha caído
de bruces en el alma de las cosas.
siempre estuvo volviendo del subsuelo
cargado de gavillas y de angustias,
como los indios de ceniza helada…

El menos forastero de los hombres,
el vecino que llega sin recuerdos
con su intacta semana adormecida,
el que escribe su número en las puertas
cuando aún no despiertan las mujeres,
aquel que habita bajo las corolas
mientras los perros ladran cristalinos
y el polvo muele todos los contornos,
trazó la frágil línea del perfume
y por ella, en puntillas, se hizo nombre.

Sembrado como el trigo o la cebada,
madrugaba con ansias de colina,
algo de río le empujaba el canto,
un no sé qué de árbol lo elevaba,
un ventanal de viento le ponía
bruscamente de pie y estupefacto.
Cavado como pozo en el desierto,
agua de luces frescas escondía
en su rumor de cosas entrevistas
a la hora más lejana de la arena.

¿Por qué dormía sobre los despiertos
y sobre los dormidos despertaba?
Él mismo se hizo herida en pan temprano.
¿A qué llegaba siempre jadeante
si todo lo esperaba a otra hora?
Él mismo se empapaba de impaciencias.
¿Qué buscó mientras todos olvidaban
su ración mineral que a nadie alcanza?
Él mismo repicaba las campanas
que convocan la ausencia en la memoria.

Con un gesto que espanta a los espejos
el que amó se fundió de melodía;
el no llegar se acomodó en su carpa
remendada de estrellas y gorriones;
un poco de algo lo llevó hacia el límite
gris y perenne que sacude al grito.
Ahora tiene un algo de venado,
un contorno de lago en la montaña…
Nadie se asombre si percibe cerca
su carga de pasión, abandonada!

Intempestivo fue, naturalmente
y el litoral del tiempo lo mojaba;
se sabía remoto, no lejano,
con su viña encendida de promesas
donde el demonio se devuelve al ángel.
Labrador de su onírica heredad,
sabía cuándo cosechar la vida,
dónde elevar la parva de canciones,
en qué cofre guardar el fruto agreste,
la edad del vuelo, el clima del anhelo.

En un rincón, a veces, se quitaba
la piel y los recuerdos, como pétalos,
sin que nunca llegara a desnudarse;
otras veces, amargo, se emplazaba
con las ocupaciones de la muerte
que tienta con su bosque imaginario.
Dilatado y profundo, compartía
con pocos su puñado de alimento
que duele tanto al hueso irrenunciable
y que adereza el día sigiloso.

Ligado al humo, traza las mañanas
esas palabras que se deletrean
en los lejanos gallos aurorales
que hacen gargarismos de rocío
y despiertan el fondo de las flores;
comprometido con las espirales
venía a ser vecino de los juncos
que detectan el peso de las aves
o cliente al dintorno agazapado
en las plumas de olor de los naranjos.

Le debemos el beso nunca dado,
la almohada que llenamos de renuncias,
la arrodillada madre que olvidamos
al cruzar el umbral del apetito,
la plenitud de tantas maldiciones
que sumamos de noche a nuestras culpas
le debemos la piel insatisfecha,
la amante que guardamos en suspenso,
el absurdo secreto que destiñe
poco a poco nuestro íntimo retiro.

La madreselva de su pensamiento
enredada en los muros del destino
cubrió las hondas grietas del suplicio
y escondió en su dialecto de campiña
aquel inapelable veredicto
que flamea igual a una bandera
en lo más clandestino de la sangre:
porque tomado como está de ausencias
es todo un signo su delgada sílaba
excitando los potros del delirio.

Pasó de cara al frente, acumulado,
con la quimera ardiéndole en la lengua
inventando senderos y veredas
para la plúmbea huida de las bestias
que tienen la substancia de los niños;
pasó turbado, en trance de enramada
que hurga el viento con indócil mano
buscando la matriz de los olores,
fingiendo el ademán de la caricia
que adormece el ardor de los vencidos.

Ahora ya no está como nosotros:
zapatos y camisas y proyectos.
Nada de más palabras y monedas
para teñir las cosas entrañables.
Se anudó una corbata irrenunciable,
descendió los peldaños circulares
buscando la estatura de la imagen,
nubló su brazo de afiebrada estirpe
y está añejándose como los licores
en un letargo azul y transparente.

Nos quedamos adustos de quehaceres,
cada día cansándonos un poco,
clavando algo de luz en nuestras torres,
cavando el duro pan de este planeta,
saboreando el dolor que nos madura
hasta el clima dorado de la ira.
Mientras él tiene una actitud postrera,
inscrito en polvo, en ese extraño polvo
tembloroso que asusta a las mujeres
y hace a los hombres que se pongan tristes…

No le echemos en cara nuestra enjuta
ración de vacilantes inquietudes
ni reclamemos su único vestido
porque un día pasó a nuestro lado
aleteando como una golondrina…
No le pidamos cuenta de su oriente
cerrado como un templo de granito,
si fue capaz de renunciar lo útil,
de refutar nuestra inclemente búsqueda
y turbar la canción que comenzamos…

Hugo Salazar Tamariz
cuencano; 1923 - 1999