Perfiles de la noche

1965 - Ignacio Carvallo Castillo, tercer lugar del Ismael Pérez Pazmiño

Obertura

En las oscuras arpas de tus aires dejo mis golpes de extranjero.
¡Hosca montaña por la que rodamos al mundo del exilio,
ancha bóveda, noche de añejos antepasados,
te clamo con los pies en abandono!
Sólo –palabra que de memoria aprendí a golpes– titubeando,
bajo la sorda invasión de tus humos, alzo mi sed a tus aguas oscuras.
Orbe de pájaros olvidados, vuelo de oleajes sueño de la piedra,
gravitación de bosques y catedrales:
a ti labios de tierra invocan.

El destino de la música, sólo en el aire y para el aire siempre,
marca el temblante vuelo de tus hijos:
la condena es al viaje, atravesados de amor,
perdidos entre vientos impasibles.
Las alas a punto de ser ángeles buscando por el orbe de las sombras
los umbrales del encuentro.
Noche, llave girante, espalda a que golpean
cuantos sintieron rotos los resortes de la soledad.
Tu estirpe busca las líneas de tu rostro,
los fragmentos del tiempo trizado por tu galope
y el repliegue de tus brumas que cicatrizan
las anchas llagas,
los pedazos perdidos por las dentelladas del día.
¡No sé cómo llamarte, ángel-mujer, albatros de alas eternamente abiertas,
cruz que no encuentra al Cristo
y renueva su vuelo a cada noche
despedazado en la incansable búsqueda!
No sé cómo llamarte, hombre sin patria, pájaro negado por los paternos árboles,
desaforado asombro ante el milagro
de la nocturna, alada compañía.
«Larga y áspera noche, tiendo hacia ti la lluvia de mis ojos»,
potro de crines latigueantes
que castigas la soledad del vuelo con relámpagos de amor.

Las ciegas iniciales

¡En tu golfo de enigmas, hay siempre quien comprende!
No tuve un día digno de las cascadas de alegría.
Me dieron una voz para llamarla
y la perdí entre hombros que nunca fueron míos,
mi amanecer fue una continua despedida de todas las abejas del amor.

Busqué el árbol de copa reventada en estrellas
y me di con la piedra de un mundo que no es mío.
Hoy una voz de no sé qué ventana, de no sé qué muelle
del que parte un ser querido
hiere mi vuelo y me reprocha esta lejanía buscadora de la sombra.
¡Y es del bosque rumoroso de un corazón que se me escapa,
del ajeno río de un corazón que no pueden retener
las fuerzas últimas del llanto!...

Alguien puso a rugir el lobo de la sombra, afuera,
alguien mandó arrastrar a lo lejos
niños ahogados, mujeres disputadas a pedazos.
¡Os doy lo que me dejó ese continuo decir adiós a todo:
mi tristeza.

¡Parejas, amada, amigo! ¡Hombres que a espaldas huís de los ciegos!
Música y luz fabricaron para salvarnos de la sombra.
La música sale en las olas tibias de los cielos donde luchan amantes
guardados por un ángel de espada inexorable.
Canta una unión lograda entre coros arrancados a las basílicas de la noche.
Por galerías iluminadas se van, simples, restallando las espadas del gozo.
Y viajan. Cruzan los resplandores del mundo descubierto

¡Parejas, amada, amigos!
Mas reparad:
alguien puede quedarse en esta noche
despidiédose de todo,
las lágrimas aplastadas bajo la lengua,
las manos locas espantando –una a una–
las moscas del abandono.

Aguas y desamparo

Cuando la soledad se recoge en la noche
como bestia saciada en su nido recóndito
y quienes tienen compañía se estrechan ávidamente
y el corazón de alguno queda ampollado de tanto caminar
o enronquecido de tanto hacer preguntas...
Suelo subir a la península donde la sombra bate sus aspas,
mezcla sus lentos aceites
y sacude viejos badajos enlutados.

A veces
un viento de robustos músculos agita,
como arrancados troncos, a los hombres que hicieron
del dolor un silencio de aves mútilas
o música abortada en sollozos secretos.
Y pasas tú, el perseguido; tú, el abandonado.
Tú, el silencioso. Tuve tu voz entre mis manos hoscas
y no entendí tu llamada recóndita. Y te di las espaldas.
Y salía tu súplica en un suspiro,
en el silencio que se escapaba por entre la sonrisa.
Te quité del paso.
Y te volví mi rostro.
Tú, que buscas a los otros para unir los dolores
en tan sólo un saludo.
Tú, el despreciado,
a quien dieron monedas de saliva cuando ibas más solo que nunca.
Y echaron a piedras cuando tus manos
buscaban otras tibias bajo los cuchillos de la noche.
Y cerraron las ventanas cuando te ibas al cielo
o a la calle
en fugaz mirada.
Judas que me traicionaste.
Judas que me apuñalaste por simple costumbre.
Mira mi mano para ti, lavada
por las estrellas que el corazón encuentra al caer en el lodo
donde lo parte el exilio.

Tú, el silencioso de corazón como una llaga por tanto apedreamiento.
Tu sonrisa torcida, tu manantial de amor,
escondido como tesoro robado
para los bosques femeninos que colma en arduo incendio.
Se va y se atropella, denunciándose
y pide perdón por la total entrega.

Echado de las puertas que golpeaste,
negado a los nuevos caminos;
encontraste con dueño cada fruto que apenas rozaba tu amor
y despertaste
con tu corazón pendiente de la horca del abandono.
Oh, desgarrados, partidos por una soledad que duele a las aguas.
Sin hombro en qué poner la sangre fracturada.
Solos, con el retazo de la sed cubiertos. Solos.

Yo no he visto al cielo llorar por ustedes ni siquiera una lágrima
como tantas que a diario llora en vano.

Los niños ante el orbe de la noche

Miran sus ojos –gacelas reacias a la voluntad–.
Un látigo de miedo les corta el viaje
y una espada que promete secretos, los azuza.

Los niños y las ninfas se toman las manos,
con pureza que apenas recordamos brumosa
y al pasar –fugaces– nos miran.

Yo he sentido
el susurro de sus curiosidades en torno a mi tristeza
de hombre sin compañía.

Niñas de senos tiernos, pero ya cantantes,
rozan con tímidas alas
el vidrio tras el cual el orbe de la noche gira.
Y fugan asustadas, apretando la mano
que las ata al día.
Dentro de sus miradas, en eco se expande la visión
de estos hombres que arrojan los dados de sus penas
por las viejas cenizas del cielo de la aventura.

Niños de frentes sumergidas en la lluvia de la inocencia
que se quedan con los ojos puestos en las canciones
hasta que una mujer de nuestro lado
les espanta las golondrinas de sus manos
y les opaca el caminar al sueño.

Tocan con breves dedos –alados peces–,
empañan nuestro cristal con rocío que recuerda lágrimas pisoteadas
Se hieren.
Y los vasos nos quedan arrugados de ángel
cada vez que sus miradas nos regalan sus pequeños adioses.

Friso evocativo

Alta, afinada y sola, tú en la esquina.
Tu recuerdo es colegio, hora de la mañana,
cuando un centavo dabas a mis ojos mendigos.

Yo amaba así, con la mirada,
melodía que rompiera el aire de la vida.
Colegiala aprendiz de las letras amables...
Cuerpo externo de estrella, melancólica viola.

Colegiala, aprendiz, profesora del recuerdo.
Yo, sombra,
espuma y tempestad desesperada.

Distante estoy
y aún amo la pureza estelar,
la niñez de ojos como los tuyos.
La nostalgia es lanzazo que parte mis arterias una a una.
Sin muerte verdadera.
Déjame que te ponga como leve velario
para atenuar la lluvia de mis noches.
Después de ti me he hundido en oleajes oscuros
de carnes fugitivas, pabellones del duelo.
Me han llevado barcazas a países de humo
de donde me han echado.
Han cortado mis manos las amarras del sueño.
Mi niñez la vendí por cualquier viaje.
A veces eché abajo los nidos de la Poesía.

Déjame que hoy te mire.
La muerte diminuta que golpea con agujas todas las madrugadas
sabe que estoy inerme.
Me tomó luego de arder amado toda la noche
con dientes ajenos, muslos y besos que hoy me duelen.
Me ha cruzado con su metálico río.
Hoy, otra vez, caído,
traicionado por la sombra en quien creí
huida ya en puntillas,
te busco.

Alta, fina luz amorosa, estatua de la esquina,
amada de los sueños impecables.
Ven y toca con tu aire vengador,
hasta dar con el cauce paralizado donde un ciego tropieza con sus sollozos.

Inmersión

Cerré las puertas del corazón
para aprender con tiempo a estar vacío.

Todo se va
o se queda a pedazos, cortándose sin tregua.
Quien más queremos tiene que irse, desasido con qué suave y terrible gesto
de la última mirada nuestra.
A nadie tendremos al lado
en la hora del desmoronamiento.

Noche de viejos padres, aquí cunden tus hijos
girando en ti –gastados dedos–
buscando lo irretornable,
siempre en regreso y siempre amando.

Cuando ya nada queda y nos miramos de todos despedidos,
retornamos a ti, el rostro hacia tu huella.
La sangre orientada a tu lado

(¡Oh, muerte que no mira!)

Exiliados con sólo una escudilla de tristeza,
aquí,
agrupados para espantar los pájaros de la soledad.

Los pobres llegan, huyen de la luz para ablandar sus miserias,
se saben de memoria la lección de la noche:
abrir las alas de los viejos papeles
por los muelles mordidos por el viento,
caer en la mano fría de los portales,
tiritar entre los ácidos de la miseria
hasta ser despertados por la ciudad
que se bebe ruidosamente el día.

Toco tus aguas, noche,
y una ventana apenas vierte luz.

Dos dioses que se humanizan.
Tras la ventana pueden los solares de la muerte
crujir en la pequeña entrega.
En noches como ésta, la honradez se da por la tristeza
de un Jesús caminante.
Yo derramo mi amor por las sedientas que se dejan acariciar
con pura esperanza.
En noches como ésta pueden llamarme solitario y amargo.
Quien me vio con pupilas verdaderas
debió llamar por mi nombre
a quien pisó los puentes de la sombra
doblegado por toda la solidaridad del mundo.

Los réprobos del día

De la velada luz, luciérnagas heridas.
A música les suenan los silencios de la sombra.
El viento toma nombre de varón y los acompaña.

Pasan oscuros, menos su amor torcido, iluminado por la noche.
En el día lo llevaron con vergüenza en el rincón más negro de la soledad.
Hoy revientan luceros en las miradas.
Se ungen con la luz que les concede Dios sólo en la noche.
Y claman con más angustia que la mujer.

Algunos tienen brazos broncíneos de guerreros,
perfiles despiadados. Groseras manos de gladiador.
Algunos llevan nombres recios y másculos
que recuerdan hazañas y poderíos.
Se llaman Cristóbal, Héctor, Hugo, Jorge.
...Cristóbal, nombre de titán, guía de Dios niño y el mundo por el río.

Hoy humillado paso.
Héctor, guerra y honor entre los bronces de una Iliada.
Hoy femenina sombra.
Jorge, vencedor del dragón, defensor de doncellas.
Hoy plácida derrota.

El golfo de la noche se tragó sus grandezas
y les dejó los ruegos mujeriles, llantos de amor prohibido,
miradas clamorosas al torso adolescente que se fuga.
Son tus hijos, noche. Los réprobos del día.
A la sombra lavan sus frentes, enternecen sus corazones,
iluminan sus palabras. Salen a amar.
De día la rama del veneno cruzaba por sus labios.
Bajo la luz se vieron manchados por el estigma.
Miraban torvamente, odiaban.
De día pasaron en fuga de sí mismos.
Malos.
La excomunión acribillando el sueño, calcinando sus tristes miradas,
les hizo esperar la sombra, la noche transformante.
Y no duermen. Salen
a iluminar sus vidas.

El viento toma nombre de varón y los acompaña.

Miran con ojos limpios. El mejor lucero encienden en sus miradas.
Lavan la mejor sonrisa. Visten el mejor traje.
Aman y brindan con una copa prohibida.
Y a cada amanecer se les destroza.

Polvo de vencidos

Abandonados. Pulverizados por la luz,
pupilas en súplica, oyen la música
y es ajena.
Ven los licores que se derraman. ¡Y están qué lejos!
Todo se va.
Cerrose la luz de la sonrisa con la quema de los años.
Nos hacemos a diarias caídas, a vuelos detenidos,
a diarios adioses.
El cielo habla otro idioma.
En la calle la fuente carnal de la mujer espera.
Las mejillas manchadas de los niños aún tienen
el sabor de los besos de carbón.
La Poesía cruza en astillas.
Cae el telón de la música a la calle
donde el cielo se bruces se desploma.

Me ofrecen, hombres gastados, «Camisetas para niños,
medias, ternitos para bebés».
¿Quién nos hizo fugaces y acedos,
viajeros en huida de cuánto buscamos?
Cae mi mirada por árboles y nieblas
donde perdí los niños que ahora fueran.
¡Ah las islas tragadas por estériles mareas!
Miro lejos y de árbol en árbol ruedo
preguntando
por los hijos que quedaron en líquidas distancias,
sin calor y sin música.
¡Oh, voces inconclusas, páginas inútiles!
Los niños que no fueron...
Aires vencidos. Cortados ángeles sin patria.
Pero amar se cifra en confundirse con torbellinos de carnes ajenas, a rodillas y a tientas
entre las telarañas de la sombra.
¡Para ser desesperados por los golpes de un niño a la puerta!
Y salir. Y no encontrarlo.

Hay ruedas en la noche

Estás bajo la noche con un sol de murciélagos ahogando tu mirada,
y quién preguntará:
¿Por qué tu corazón rueda tan solo?
¿Por qué el silencio lanza sus toros a tus manos?
¿Por qué bajo el cadáver de la tarde
te quedas contemplando
salir de ti las alas de los cuervos nocturnos?
Por qué donde más duele tu herida
todo se de acumula?

Dadme la noche en que ardan árboles cenobitas,
la tarde que no caiga astillada en el luto,
la palabra que busque al hombre derrotado,
la mano que se llegue al que está despidiéndose.

¿Quién dio a mi corazón esta cortante lejanía
hecha preguntas?
¿Quién me dejó descalzo y desvestido
bajo el inmenso túmulo de la soledad

Aérea, nocturna patria, que vengas maldad no cometida,
yo –sin embargo– te amo
a fuerza de abandono.
Ya no tienen mis manos el calor de otras manos.
Con el recuerdo
seré como el mendigo que gastó la única moneda
de tanto acariciarla.
¡Cómo se han ido todos los que pusieron por un instante
la desesperación de la belleza entre mis dedos!

Saco a mi corazón como hija estéril,
derramé su palabra de mano en mano,
eché su palpitar en las anclas del aire.
Hoy lo aplasta la noche, bestia irascible,
como la cabalgata a la hierba menuda,
como la tempestad
a las tímidas rosas.
El humo de la tarde que acompaña a las cosas más tristes,
que estrecha a las parejas que es buscan y que canta,
se prende a mis pupilas
y derriba sus sales
al fondo, donde pacen los versos.
Y quedo, niño triste, sin algo que me ampare,
la música quebrada,
el silencio...
Mi mano descarnada bajo el vacío nocturno de pañuelos ajenos.

El hombre ahora soporta latigazos de ausencia.

¿Por qué su corazón rueda tan solo?

Ignacio Carvallo Castillo
guayaquileño; 1937-2015