En la muerte de mi esposa

Calumnia, insultos, pérfidos rencores,
escarnio vil, persecución impía,
ruinas doquier de la ventura mía,
nada aplacó del hado los furores.

Único alivio, bálsamo de amores
en mi alma herida un Serafín vertía;
y su dulce sonrisa en alegría
tornaba mis tristezas y dolores.

Pasó cual sueño mi visión hermosa...
¡Yo no era digno de fortuna tanta!
Si viva te admiré madre y esposa,
muerta, yo te venero como santa.

Fuiste en la tierra mi ídolo y consuelo;
serás ahora mi ángel en el cielo.

Antonio Flores Jijón
quiteño; 1833-1915