Era una virgen inocente y pura
cual diáfano destello matutino
un ángel de los cielos, peregrino,
la más perfecta, singular criatura.
Ya no existe… la flor de su hermosura
la destrozó la mano del destino,
cuando brindaba en el erial camino
el ámbar de su cáliz, su ternura.
¡Ay! todo se consume y palidece
en el mísero suelo del quebranto;
la sonrisa, el amor, todo fenece.
Es la existencia horrible desencanto;
sólo para el que sufre, el que padece,
eterno es el dolor, eterno el llanto.
Ignacio Roca
guayaquileño; 1838-1856