Ciudad nocturna

Primer premio del Ismael Pérez Pazmiño de 1974

I Declaración de amor

¿Desde qué soledades y apagando qué lámparas
vienes, oh doncellita pescadora, a llorar en el puerto?
¿Con qué redes te cubres y en qué manos recoges tus lágrimas
            con peces oxidados
en el salado, en puerto nuevo, en la tahona?
Corre, oh despareja a la que nadie alcanza
en la carrera sin fin hacia sus bodas
            con la desilusión
nada sobre las aguas del deseo que no espera
            ciudad partida en dos, lamida en dos
orinada por un cielo enemigo que no puede enturbiarte
mordida por un perro cansado de ladrarte.

Pereces y renaces cada día, Guayaquil
en tus collares de prostitutas ofreciendo sus frutos no prohibidos
y en tus niñas que van al kindergarten.

Bajas cantando al sur con peregrinas
con anís y genciana
y desnudas tus pies sobre la hierba.

Corres, entonces, mía
            en el pecho vibrátil
            en la poma
            en el ombligo centelleante
            en el perfume de los hombros
            y sonrisa
            y regresos
            y alguien canta
canciones de una edad con pan y con regresos.

Pero giras al este ¿en qué mareas se enreda tu melena?
¿En qué turbión tu ala entra y sale
amor desamorado
naciendo y pereciendo
en escasos segundos de placer?

Y sales a los muelles
de podridas, de rotas y quemadas
y a los mástiles sin zarpes en donde el alcohol
y los hijos montan igual cabalgadura
donde gime el desventurado de manglaralto, de la puná
de salinas, de la isla trinitaria
donde sexual, donde olvidado
duerme su embriaguez.

            Balandra de la noche
            no partirás
            Esquife del retorno
            no volverás.
            Balsa del nacimiento
            sí morirás.

Entre vacas –¡ay alma!– perseguidoras y sedientas:
bolívar, el menor
y celso, el que lloró en la barriga de su madre
y celestita, de apenas dieciocho años –de parir–
entre zapatos chullos y corpiños de tres tetas
seguirás inmutable, soledad
adherida al cantante
malecón de mi ciudad amada
navegante del alba, jugadora de cartas y de naipes marcados
con cuánto amor, con cuánto amor, con cuánto

olvido
con cuánto amor, con cuánto amor, con cuánto.

 

II Los francotiradores

Ciudadano del hambre: ¿Cuándo terminas de pelear?
¿Cuándo, soldado? ¿Cuándo capitulas?
¿Cuándo dejas de guerrear contra todos?
            Luchando vienes
            contra las pandillas del conchero
            y de las cinco esquinas.
            Corres desde la avenida olmedo: piedras
            lanzas de madera
            palos, puños, lágrimas
            chalacas.

Vienes a pelear de barrio a barrio. Desde el camal
hasta boca del pozo, pedro castro, rafael carbo, luis andrade,
napoleón sánchez. Vienes de barrio a barrio, contra gómez y pérez y narváez
y puntapiés y ¡ay mi madre! y ¡lo mataron! pero sigues peleando
machamente, ciudadano del mangle
            contra los gobernantes que te patean el ojo
            y contra los carabineros del viva arroyo.
Niña de la mañana del agua de goulart
vienes peleando desde la noche del conquistador
hasta la madrugada de enterrados y padrastros
contra los patrones: cocineras con hijos no queremos
trabajadores enfermos no queremos
niñeras con muchachos no queremos
cuando nacía, cada mañana, un hijo
condenado por siempre a que no lo quisieran
            el señor empresario
            el señor alcalde
            el señor cónsul.

Ave sin reposo
desde entonces peleas: chapetones con cielo no queremos
soldados no queremos, patrones extranjeros no queremos
            y era una balacera
            repetida –¡ay; me dieron!–
            salve –jesús– mío dónde andará el muchacho
navegando entre espadas, volando entre cometas de disparos
comiendo su menestra de quinces de noviembre
de veintiochos de mayo y tres de junio.

 

III Las interrogaciones

Hombre: ¿de dónde vas y adónde vienes? No importa
si corres o caminas, si subes o si bajas
tú siempre caes al fondo de la ciénaga
en Treinta y seis y Portete
en Calixto González y en la Cuarenta y dos
sin velitas de sebo
tú siempre desfalleces en medio de la noche
sin el jarabe para el más pequeño
ciudad de Guayaquil.

Hombreciudad, hambre del extramuro
caminas hasta el centro con las procesiones
portando cirio y lágrima
mordiendo cielo y ángel
llevando la custodia de la virgen santísima
y los andamios de los santos padres
¿pero quién te protege, si todo se halla en contra
lápices de matar, sotanas de ayunar
fusiles de cegar
tribunales, pupitres?

Pescador del salado
ostionero del este y el oeste
sales con tus banderas a recibir a «el hombre»
que salva cada día al hijo tuyo
corres ilusionado con trenzas y petardos
dices viva centellas, viva moya, viva velasco ibarra
viva, maldita sea, viva la muerte.

¿Adónde vas, adónde vas, adónde vienes
si subes, bajas, corres como un tren de cuerda
sinfín-sinfín-sinfín
¿adónde vas, adónde vas, adónde?

 

IV Los regresos

Cuando te conocí
corrías persiguiendo al carricoche
de Chile para el sur
con trenzas y con faldas. Doncellita
no te vi más así
pero tú eras la misma, Guayaquil, chiquilla vieja
            corrías en mi pecho
            persiguiendo al tranvía
            y subías al cerro
            y trepabas conmigo al inalámbrico.

Te encontraba en los barcos y bahías por donde yo pasaba
respirabas en las tarjetas postales verdaderas
animadas con ángeles de overol y uniforme.
Ibas a todas partes con tu blusita de cemento
enfaldada de bálsamo y guachapelí:
con tus pechos de pan
para comer entre dos y entre doscientos mil.
En cada libro saltas con nombres ya perdidos
con los desnudos pies llenos de cielo
con las manos de la núbil hortaliza.

Sales y entras en mi alma, y soy de nuevo el chico de comprados
que pese al no te quedes
asómase a la orilla y sueña con su tío julio verne
y descubre los pájaros azules
del brazo de su abuelo josé conrad.

 

V Al que vela

Cera y humo amarillos, ¿por qué nunca sueltas tu rueca, muerte?
¿por qué señalas siempre a los que tienen sueño?
            Vienes a los terminales en que viajo
            al espinazo andino
            y siento que te arrimas junto a mí
            toda la madrugada.
            Y mientras cabeceo la soledad y el miedo
            y la desesperanza de saber que no hay nadie
            al otro lado del abismo interandino
            espías con paciencia a que resbale
            desde el sueño primero hasta el final.

Mas, no caigo en las trampas, barajista:
todos mueren
de perfil, todos duermen de mentirijillas
todos sonríen mientras están llorando
bajo la macilenta luz de los andenes
con botellas de vino ya escanciado.

Terminal: entre tus bultos de cebolla
            Pedro Tupimarca y Juan Condora
            en medio de tus cajones de naranjilla
            Nelson Guaricela
            duerme la soledad de Guayaquil.

 

VI Calle dieciocho

Soledad de los números impares
soledad de las lámparas cegadas
yo pregunté a los ojos
clamantes
a los oídos con el sello
a las pestañas con la cera
final.

Y era la noche del mariguano
y era el amanecer del que espera sin tregua
en el portal de la bebida
a que se abran las puertas que deberán cerrarse
en mitad de su cuerpo.

Gárgolas, máscaras, unicornios:
en vuestras manos molidas
pasa como un extraño mi esqueleto
mientras el universo, el telégrafo, el expreso
golpean con sus noticias el regreso a la vida.
            ¿Cómo saliste, oh desasosiego de las pálidas lumbres?
            ¿Cómo giraste en donde todo era desconsuelo?
            ¿Cómo lloviste en donde sólo tierra?

Sillares de ortodoxia
recovecos en los que siempre escóndese
arrincónase, acéchase, persíguese
en los que siempre el pólvora, la cuchillo, el muerte
en los que siempre llora el idioma y pónese
trajes de levantarse, a la hora del sueño
entrañas de mujer cuando se es hombre.
En los que todo alrevesado, patasarribamente sollozante
calles dieciocho, cuenca, diecinueve
alegría de las flores del estiércol
corriendo de la vida hacia la muerte
con lámparas oscuras
con hombres que al hacer las cosas las olvidan
que en vez de amar, aletean
en los espacios del placer ensombrecido.

Oh, girasol - detente
vivo todavía, mientras el ángel llora los decesos
herido, desvelado, el solitario
del boleto que no era para él
caminante olvidado del camino
en la noche de hierros y mandíbulas. Con desamorados
que ávidamente arañan el amor
como ciegos totales enhebrando una aguja
para zurcir el traje de la boda.

Rafael Díaz Ycaza
guayaquileño; 1925 - 2013