¡Tú, y la leyenda!

Abuela, hoy ha… veinte años
de tu muerte, «la leyenda
del beso», al ser evoca… da
remoza en mí: ¡antiguos sueños!

Al oír sus tristes acordes,
con ellos, me embeleso…
¡Sé abuela, porqué te pienso!:
ejecutabas sus aires

con la carga de pesares
melancólico– agridulce
que hacían algo me impulse,
decirte: ¡Isabel, no pares!

Pues, las graves tesituras
de sus voces quejumbrosas;
mas las notas armoniosas:
¡me arroban de ternuras!

Al suponer la historia
del beso aquel que inspiró
a falla… ¿por quién suspiró
en Cádiz, un día de glorias?

Su estilo impresionista
me conmovía hasta el llanto…
¡Sin saber que el lamento
de sus sones intimistas

presagiaba un fatalismo…
que estremecía mi alma
al intuir que ese karma
proyectaríase en mí mismo!

Hoy que han pasado los años,
cuando la escucho en la radio
como si fuera un salmodio:
¡con sus recuerdos de antaño!

te siento, abuela, a mi lado..
cual si tocaras el piano
para este nieto mundano…
que, al morirte: ¡has consternado!

Hoy, al presentir tus besos,
¡ya no escucho el piano!
Sólo son ecos lejanos,
¡tú, la leyenda en que pienso

Durán, 16 de julio de 2003

Miguel Ortega Calderón
guayaquileño; 1943