Ciento cincuenta el juego de la nada

Primer premio del Ismael Pérez Pazmiño de 1980

NOSOTROS…

los que partimos
bajo el agua y sobre el agua,
hecha de piélago de tactos bautismales,
con el esternón
doliéndonos hasta la aguja de lo inefable:
con la lengua
pronta a insultar a dios y sus escamas;
con el sexo
buscando la ferocidad en el acto más tierno;
con las manos en garra,
en puño,
o estrangulando las execrables dádivas.

Los que trajimos toda la pobreza
de abajo,
de los pantanos
sin peces y sin pan y hasta sin tábanos;
del amargo sin sal,
que es el peor de los amargos,
en la garganta,
en el triángulo del vello hereditario,
en la tierra de las uñas,
que es la única tierra
que nos repartieron aún con mezquindad.

Los que dejamos
atrás la puerta
que sólo guarda un miedo vergonzante,
y caminamos, a tiento y sobresalto,
por los sesgos
del cuchillo, del cepo y de los látigos,
del verdugo,
del juez,
y del que se amamanta
bajo el ombligo de todas las deidades.

Los que encontramos,
en los rincones de la desesperanza,
a los marcados
con las escoriaciones de todas las erranzas,
con las rodillas ahuecando el fango,
con sus espaldas pegándose a la hilacha.

Los que nos confundimos
con los que nunca, ni una vez, se numeraron,
y sin embargo
los cuentan mil y uno…
¡ah humillados hasta la astilla de los huesos!
ululantes
como aves de rapiña,
para abatirse luego
con la simple rasgadura de un relámpago.

Los que arribamos
por el sigilo de las oquedades,
con la promesa
de cercenar cabezas,
de desangrar virtudes y bienaventuranzas.

Los de todos los tiempos,
de todas las edades.
hasta aquí alargamos nuestro paso.

AQUÍ…

donde los ríos corren más largos.
porque se escamotearon
a la sed de los recién sacramentados,
de los advenedizos
con la lengua partiéndose
en el terrón umbilical de malas madres.

Aquí…
en el umbral del tiempo aldabonado
de lo que no ha de ser
ni pozo de los muertos
ni callejón de criaturas ácimas.
ni mansión celestial de adanes de rameras y de santos.

Y esto no tiene nombre.
porque se acabaron todos los signos,
todas las letras.
de la piedra, de la corteza,
de los pellejos desollados…

Y aquí
nos detuvimos,
para advertir que nos levantaremos,
reuniendo todas las blasfemias
para juzgarlos
y lapidarlos
a los que nunca más
podremos llamarlos con la voz de la sangre.
A los que con la saliva les manchamos
con la palabra les nombramos…

USTEDES…

Los que duermen con la pupila siempre dilatada.
sobre el metal que escamotearon
a los que sólo conocieron el pavor y el hambre.
Los que nunca olvidaron un paraguas,
ni el más esquivo número
en la cuenta del año atrabiliario.
ni los centavos
para burlar el ojo de la aguja.

Los que con siete llaves
guardan la sangre de su sangre.
piedra rosada,
huerto sin frutos,
cascabel en las alas de un pájaro asexuado;
niñas de apelativos.
niñas de piel dulcificada,
que juegan
con la moneda de Dios entre las sábanas.

Ustedes,
los que reparten el polvo de Caín
en medidas espantables,
para que nadie reclame de sus cálices.
de su harina de gula cotidiana,
de las esclusas rotas de su poder y su substancia.

Los que en el rescoldo de la sangre.
en la primera luz
del túnel al que nos obligaron,
echaron las cenizas del salmo,
para cegar a los que vieron,
para herrumbar la azada de los débiles,
para pulir el ombligo de los fuertes.

¡Ah cajas vacías
que se les va estrechando el corazón de las dádivas!
¡Ah silbadores
del viejo hueso de las fábulas!…
guardadores del aldabón de las divinidades;
y sus hijos,
los más antiguos habitantes,
la imagen,
el testimonio
de las calles que aún están quemándose.
Pobres demonios sin artificios y sin clámides,
corriendo tras el hilo
de un pecado que nunca dibujó
ni siquiera la curva de la fealdad.
Huérfano sin remedio
que cada noche mueren musitando:
«hoy estarás conmigo en el reino de mi padre».

Ustedes,
rostros de furiosa imaginería,
capaces de enturbiar y rendir en todos los jardines,
a los colores anhelantes de la mañana.
Ojos en los que toda distancia se vuelve tan cercana
para medir
al sin techo y sin descanso,
al caminante
que nunca halló una ciudad con tibios callejones.
Oídos por los que toda campana toca arrebato
por el que ya no tiene sitio
para decir su verdad inaplazable…
ni en el vertedero del sobresalto,
ni en los pabellones del confinamiento,
ni en los sótanos,
ni en el patio
de la ráfaga aventada del último milenio.
Manos en las que toda balanza
desborda el agua para lustrar a los culpables,
y ahogar a los suplicantes
pidiendo perdón
hasta por la inocencia de los antepasados.

Ustedes,
albaceas de todo júbilo,
invitados al vaivén de la hiedra.
Los de la tinta negra entre ceja y ceja:
los que antes del hartazgo
firmaron la sentencia
de quien, ayer no más,
codo con codo,
migaja con migaja,
partían la hermandad de la pobreza.

Ustedes,
ustedes,
ustedes
y los iguales a ustedes,
del mismo légamo,
los que nos ofrecieron
arrancarles la cuerda que les une,
más arriba
de las candelas y del viento del medioevo…

ELLOS…

los iguales a ustedes,
del mismo pus,
nos prometieron
al filo de un lenguaje con mil ecos…
nos juraron
por Jesucristo,
un hombre entre los labios al hablar de la muerte:
por Marx,
una hacha
para labrar un cielo sin dios y sin arcángeles;
por Lenin,
un perfil rojo
en la geometría de las escarapelas;
por Mao,
un continente de amor y poesía;
por el Che,
un saeta sin bandera y sin arco…

¡Ah! cuántas promesas,
cuántas intenciones,
entre los dientes,
en los puños,
y rebozando el corazón.

Pero ¡ay!
nosotros éramos los débiles…

La luz va siendo un hilo,
un puntito achicándose a cada sacudida;
y la última hendija del respiro
le cierran siete clavos,
y ya no es más,
no es más este latido.

¡Ah si la tierra abriese sus raíces!
con el deslumbramiento de sus luces ocultas.
hasta hacernos creer
que la tiniebla nunca hubo existido.
Hasta que el ritmo de lado y lado de la frente,
del amargo en la lengua,
y de las yemas de los dedos
se escarmenen.
Hasta hacemos creer que no hubo miedo,
y que arriba
los pájaros, el agua, el viento,
nos hacen buenas señas.
Hasta hacemos creer que la mano no tiembla,
y echó la piedra
y cayó sobre el espino negro.
Hasta que el lienzo que nos amordazó
y copió las líneas del llanto y la tristeza
se enrede
en las alas del pájaro que no vuelve.
Hasta hacernos creer
que la saliva y las blasfemias
fueron siquiera una sorpresa.

Pero ¡ay!
ustedes y ellos eran los más recios,
los dueños de los sucederes,
del fin de la querella,
del grito,
de la última letra de los albedríos.

Nosotros
éramos los obligados del silencio,
los sin pared y sin dinteles,
los sin vestiduras,
los sin nadie.
y al fin hasta sin muerte.

Y nos quedamos
para que otra vez
y otra vez
y otra vez
caiga y ruede y se levante
nuestra cabeza,
hasta el último cascarón de la existencia,
hasta el final encaje
de la albúmina del tiempo.

Dr. Teodoro Vanegas Andrade
cuencano; 1926 - 2002