Junto al arroyo humilde, en la verde espesura,
amamanta a su cría con maternal cariño;
y ella, ahíta de mimos, de manjar y ternura,
se duerme en la maleza con rezongos de niño…

De pronto suena un tiro… Y la cierva, al instante,
se revuelca bramando con temblores ariscos,
y, con la piel manchada de arena y sangre humeante,
rueda al agua que estalla en cromáticos ciscos…

Gime entre convulsiones de súbita agonía
y, en las revueltas aguas de cristal aceituna,
acaricia con lánguidos ojos buenos su cría,

que temblando la llora con humilde voz tierna,
mientras, en el hocico, espejean de luna
opalinos rezagos de la leche materna.

Manuel Zabala Ruíz
riobambeño; 1928