1965 - Antonio Preciado Bedoya, primer premio del Ismael Pérez Pazmiño
(Versos de un sembrador, para que sean sembrados) A Nelson, por su hijo, vivo «Somos Viajeros en este pequeño, bello, redondo y viejo avión llamado Tierra. Y hay pasajeros que, en su equipaje, llevan bombas» –Juan Cudeus.
I
Oleajes
Esta es la dolorosa tierra mía,
con la estrella hacia abajo,
que, para no aburrirse de ir muriendo,
siempre le queda un hombre,
un arco iris,
agua viva de mar
y un pez en blanco.
Poema desbocado para el mar y sus cosas
Me reconozco en los peñascos
y en las olas.
Yo me espío los huesos y la sangre
y me transitan sales desbocadas;
y el corazón, en caracol, me silba
desde el fondo del alma.
Aquí tengo tu rostro, raudo viento.
Aquí te abrazo, pescador del alba.
Aquí te siento inmensamente lejos,
marinero de yodo y de distancias.
El mar es hondo, inmenso, abierto,
¡oh el gran secreto en que diluye al hombre!
¡Oh ganas de sondearle los misterios
y abrir mi corazón en horizonte!
¡Oh! yo, que soy de aquí, de la cabaña
donde se irguió el salitre en cocotero,
¡oh yo de tan adentro de mis ansias,
cómo ser ancla y ser gaviota quiero!
Paisaje roto
Aprendí a decir sol
cuando me amanecían las primeras palabras.
A mi costado el mar vino creciendo,
con sus valientes voces desbordadas.
Así aprendí a gritar mi propio nombre
y a rugir pescadores que no hablan.
Recuerdo que una tarde
quise salir a navegar sin brújula,
con ansia,
y edifiqué mis olas en la arena
y puse a navegar una pisada.
Pero ayer murió Juan,
el pescador de auroras,
a la puerta de todas las cabañas.
El mar hermano resucitó sus peces
y congregó sus gritos en la playa,
y en la punta brutal de su alarido
gimió negras gaviotas la nostalgia.
Neptuno
Estoy aquí para defender mi caracol
de todos los silencios,
y ningún capitán
y ningún buzo me le atará la lengua,
si allí tengo grabados mis anhelos.
Sabedlo bien: yo voy de ola en ola
blandiendo una alga blanca sobre el viento.
Yo me sé su gemido
cuando golpea el oleaje en su costado abierto.
Y si está calmo el mar,
tibia la arena
y encendido el coral,
reconozco en mis signos
su carcajada azul de hombre contento.
¡Déjalo donde está,
que siempre estoy despierto!
Y sabed que si el mar,
el mismo mar,
me tapa su verdad con sus estruendos
haré en mi propia palma,
con los dientes,
catorce mares quietos,
y los pondré a decir cómodamente,
aquí a mi oído,
la palabra que quiero.
II
Terrestre corazón
¿Sabes en qué lugar
te esperará mi muerte,
tierra enorme que giras?
Aquí donde nací
te dejo una señal,
nunca la olvides:
Si alguna vez un árbol
te crece desde el aire,
sin raíces,
detente,
sube hasta mí
y recobra para otro mis costillas.
Poema verde
De repente las aves
me han aprendido de memoria
en la copa ahuecada de aquel árbol.
Ese que comprendió que yo estoy vivo,
que me he resucitado,
que después de una muerte
me buscó y me levantó,
y me erigió una rama,
una corola,
catorce espinas y una dura hoja:
que jamás ningún viento ha derrotado.
Y andan diciendo aquí en mi estirpe:
tierra;
espiga en mi pasado,
y en ese leñador desconocido
que han coreado un hermano.
Las palabras del hongo
Hasta aquí llego con vosotras,
hierba, flores.
Hasta hoy la bestia me quebranta.
Voy a salvar mi tallo.
Mañana,
bien temprano,
juntaré mis raíces
y, en secreto,
treparé por la piel de un campesino,
hasta sentirme humano.
Llevaré mi veneno porque al hombre
algo como una hormiga
lo ahueca en un costado,
y tendré que mirar por sus dos ojos,
oír por sus orejas
y gritar por sus labios.
Dulzura y tempestad de la manzana
Hace ya mucho tiempo,
las manzanas querían erguirse en todas partes,
para poder mirar de frente al aire,
y los pastos andaban
sobre un dulce secreto incomprendido.
Sólo faltaba entonces
que el hombre se abriera otros dolores
en el vivo costado de la tierra.
Así fue que ató un buey a su cansancio
y juntos anduvieron
el hombre con el buey,
el buey y el hombre,
hacia el fondo de la tierra
honda,
dura,
dulce,
amarga.
Y el buey, junto a la miel,
endulzó para siempre su mirada.
¡Ah! los bueyes ven lejos,
lejos,
lejos,
y sacó la cabeza y dio un bramido,
porque algo tras la miel amenazaba.
Venid a ver, con vuestros propios ojos,
que este manzano ha florecido un indio
aquí a plena luz de la mañana.
Yo lo conozco bien, lo reconozco:
José,
Andrés Amaila.
Él aprendió a crecer desde la tierra,
con la estatura de las flores altas.
Y mirad por acá cómo este hombre
por quereros hablar dice manzanas.
Signo
Tenía la voz delgada,
de planchar esa misma canción
todas las tardes.
Cuando se le quemó
definitivamente la palabra,
yo le presté, para el camino, voces
que tenía guardadas.
Hoy estuvo la tierra antiguamente triste,
florecida,
con la cara arrugada
y se pasó la noche
en el fondo de un charco
vivificando ranas.
III
Razones del latido
Vengo buscando –¡oídme!–
el sitio en que, presiento,
están vivos los muertos.
Como cerré mis ojos al camino
solamente me valgo
del tacto que me dieron
y de este bastoncito
que arranqué con mis manos
de un árbol que yo tengo.
Poema para mi madre que debe ser leído junto al fuego
Era en Sol la mañana
cuando cambiamos de ojos,
para observarnos en secreto
el principio y el fin del irrompible hilo
que anuda su silencio y mi poema.
Fue un sólido minuto,
edificado en huesos,
en el que comprendimos claramente
que las piedras no hablan
por no negar al tiempo.
Yo utilicé para escribir su sombra
el más tierno cogollo
de un viejo guayacán que ya es eterno
en su alta vida de árbol,
rama,
sombra,
indefiniblemente bueno.
Ella,
sencillamente
bordó cientos de veces mis dos nombres
en un trozo de piel que se arrancó del cuerpo.
Aldea
Tachina abre los ojos
y bosteza
su acostumbrado aliento de niebla azucarada.
El buen madrugador
afila una canción sobre la piedra,
y tiene —vedle bien la nota alerta—
un gallo que le cabe en la garganta.
Poema-viento para mi hijo y su cometa
Desde atrás,
desee siempre,
creciéndome,
enorme me has llegado hasta este sitio
que hace vidas
a la tierra gané luchando a besos.
Ya ves:
¡soy una suerte de hombre
que se germina y vence!
Soy diez veces más padre
que como me hallarás en los espejos.
búscame donde estás,
que allí te espero.
Recuerda que los árboles son árboles
y que las aves vuelan.
Que si hay lluvia que moja,
hay sol que seca.
Ya ves:
yo soy un hombre a quien los mares
han llenado la boca de franqueza.
IV
Este hombre, su fusil, y su paloma
Soy un sobreviviente
que apenas ha nacido:
viejo y reciente,
como sol temprano.
Soy el mismo de ayer,
pero crecido,
y estoy tocando el cielo
con mis manos.
Soy el mismo de ayer,
enloquecido,
Y trepo tempestades con mi brazo.
Historia
Correteaba la miel; pero ese día
el fusil
me dieron en la línea animal
del espinazo,
y desde entonces ando
de rencor en rencor,
de guerra en guerra,
con un fusil alerta entre las manos.
Poema que no debe ser escrito por un poeta de la luna
Un hombre,
que tenía los ojos bien abiertos,
encontró en su camino
un enorme planeta:
lo guardó en su bolsillo
y siguió andando.
Cuando volvió a palpar su inmensa curva
todos los habitantes se le habían extraviado.
Hallazgo
Hoy saqué de la arena
la paloma
un hueso que me ha pertenecido,
porque tiene una señal de sangre
idéntica a mí mismo,
y el horrendo dolor que me he palpado
en este mismo sitio.
Además,
es el mismo metal
que en una uña de mamá he sorprendido.
Pues bien,
me haré una flauta,
compondré una canción a mi asesino
y la saldré a tocar todas las lunas,
a lo largo de todos los caminos.
Abrazo
Cuando entres en mi casa,
aquella que se encuentra en plena vía,
frente a frente del viento,
en el sitio de ayer,
donde hace siglos
derribé las paredes y arranqué las ventanas,
sabe que, si no estoy,
he salido a buscarte.
Déjame de señal tu cualquier nombre
que luego, al regresar,
te habré encontrado.
El hombre geográfico
Amaba el Norte,
porque creía que era
tal vez un Sur enorme,
de cabeza.
Y creía en el Sur,
porque un total de sures
le han dado su estatura a este planeta.
Por eso se alumbraba con raíces
y comía la luz de las estrellas.
Por eso andaba en círculos,
desnudo,
y nunca se extravió sobre la tierra.
Bebía de la lluvia y la laguna,
y el viento le buscaba las orejas.
Pero alguien, sin saber que lo perdía,
orientó en el paisaje su carrera.
Así es como hasta ahora desconozco
mi propia latitud
y no recuerdo el sitio en que estuvimos
sentados a la mesa.
Sé que te ofrezco flores este día;
pero no sé decirte
el sitio donde está la primavera.
Por eso es bueno el caracol
que no halla
un punto cardinal sobre la arena.
Antonio Preciado Bedoya
esmeraldeño; 1941