Toco su rostro pálido hasta llegar detrás de su garganta con mi lengua donde la voz se vuelve pesada y tiembla, ahí donde tu mirada esquiva me fortalece y me hace creer que el frío se va rasgando por las sombras de la calle gigante, por donde los pulmones ya no tosen carbones. Tengo la cara restregada en ceniza corazón de tiza y besos frágiles que amanecen caminando ebrios en el centro de esta ciudad de ojos enormes y celestes.
Amanezco de nuevo, esta vez sin emociones, Ias prometes como ramas enredadas blandas, un no despacito.
Me recuestas ¿Qué me diste? se abre la puerta y unos niños corean soy, tengo 7 años, soy, tengo 5 años, soy, tengo 4 años. Mi hijo, mi hijo que muere durante tantos años, en junio. Me detienes, caes de espaldas y te cubres la cabeza con un forro de almohada. Vuelvo a mi habitación perfecta en orden y tonos, se transfigura, se mueve en ondas y colores, se abre la puerta de golpe –otra vez–, es mi padre con una luz amarilla que me tiende la mano derecha. «¡No, aléjate!». Me llama mi madre, la busco y corro, desaparece. Floto dentro de un edificio blanco con escaleras cíclicas, estoy volando hacia un globo rojo y todo es blanco de nuevo. Muero y despierto sobre mi cama otra vez, vomito liquido transparente en las tablas y me caigo sobre las paredes, halo la ropa, rompo la lámpara. Tengo la mano dormida y la respiración maltrecha.
Los cachorros rasgan las puertas. Una esperanza naranja me brilla en la piel, quiero verte otra vez. sentirte blando. La calma terminada la euforia, acostarme a tu lado sin que me toques, latir.
Renata Artieda Centurión
guayaquileña