¡Oh, reina de la hermosura
que en un trono de querubes
te sientas, tras esas nubes
que se agrupan en la altura…!
Madre de amor y ternura
que truecas, amable y pía,
las penas en alegrías,
y amparas al que en ti espera…
¡Quién pudiera, quién pudiera
cantar tus glorias, María!
¡Ah! yo he buscado a toda hora,
en el ansia en que me agito,
un ideal infinito
para mi alma soñadora;
y en ti lo hallo, al fin, Señora.
Toquen mis labios tu mano,
y el poeta que hoy en vano
llora su melancolía,
para alabarte, María,
será poeta cristiano…
Después de Dios, cuanto hay grande,
cuanto hay hermoso y risueño,
es a tu lado pequeño,
como una flor junto al Ande.
en ti la mente se expande;
y tan noble y hechicera
el Ser Eterno te hiciera,
son tus virtudes tan claras,
que si el cielo no adornaras,
un erial el cielo fuera.
Perenne fuente de gracia,
¡oh Virgen incomparable!
el amor te halla adorable;
y agua donde la sed sacia
encuentra en ti la desgracia…
¡Dios te obedece, Dios mismo!
Y si en rudo cataclismo
fue el iris paz y consuelo,
tú eres hoy, en nuestro duelo,
el iris del Cristianismo.
Corredentora del hombre,
bien mereces, bien mereces
ser bendecida mil veces,
tener tan alto renombre;
justo es que sea tu nombre
bendito en todos lugares;
y tus prendas singulares
bien te merecen, Señora,
un trono donde Dios mora,
y entre los hombres altares.
Tú eres más cándida у bella
que la luz de la alborada,
cuando suave y azulada
en el Oriente destella;
no es más hermosa una estrella,
en el éter suspendida;
no más dulce la venida
de la estación de las flores…
¡puro amor de los amores,
única luz de la vida!
En las linfas de la fuente,
en la susurrante brisa
que entre flores se desliza,
en el Sol resplandeciente,
del monte en la cana frente,
en la ancha mar gemidora,
en todo encuentro, Señora,
de tu hermosura un destello:
en lo sublime, en lo bello,
en el ocaso, en la aurora.
Y a veces creo, María,
verte en medio del espacio,
sobre nubes de topacio,
más luminosa que el día;
y en mi loca fantasía,
me parece que te miro,
aérea como un suspiro,
de arcángeles circundada,
y la frente coronada
de estrellas de oro y zafiro.
Todo te alaba y venera,
todo te rinde homenaje;
es tuyo el verde ramaje,
tuya es la luz de la esfera;
nómbrate el aura parlera,
la luna te ofrece el rayo
que lanza en suave desmayo;
y en campos mil de esmeralda,
para tejer tu guirnalda,
brotan las flores de mayo.
Casta paloma del cielo,
que arrullos de amor exhalas,
despliega tus blancas alas
y hacia mí endereza el vuelo
paz trayéndome y consuelo.
Mucho he gemido, Señora,
y mucho más gimo ahora;
¡dame la calma perdida!,
¡devuelve a mi alma afligida
la dicha por la que llora!
Siendo niño todavía,
mi madre, a quien amo tanto,
me enseñó que en mi quebranto,
a ti acudiera, María.
Hoy que honda melancolía
tenaz me quita la calma,
oye las preces de mi alma,
que con respeto te nombra:
¡en la tristeza, a tu sombra
me pondré, mística palma!
¡Ah! yo te quiero, porque eres
tan digna de ser amada,
y el alma me ha sido dada
para amar a grandes seres.
¡Bendita entre las mujeres,
como creyente sincero,
debo amarte! Te venero,
y en tu ardiente amor me inflamo:
¡como a tierna madre te amo,
y como a hermana te quiero!
¡Madre…! Sí, déjame darte
tan tierno, tan dulce nombre:
¡tu hijo, Señora, es el hombre,
y madre debe llamarte,
y como a madre invocarte!
recuerda que del humano,
en el Gólgota, no en vano
el Hombre-Dios Madre te hizo;
¡recuerda que Jesús quiso
Que le llamemos Hermano!…
Carlos Carbo Viteri
guayaquileño; 1865-1922