Arquitecto del aire. Prisionero
de una infinita cárcel de dulzura.
Escritor del azul y mensajero
del eucalipto que murió de altura.
Confidente de Dios y del rocío,
visitador del aula de azucenas.
Explorador de sauces en el río
y aprendiz de huracán en las arenas.
Audaz juguete para el ancho viento,
peso de ángel de luz para algún muro,
pequeño salteador del firmamento
que guarda su botín de azul obscuro.
Papel roto al oído de las cosas
mientras abre su página de vuelo.
Cielo madrugador para sus rosas
y rosa vesperal para su cielo.
Sorprende sobre un tálamo de brumas,
envuelto de humedad, el nuevo día
y con su brazo de inocentes plumas
lleva una ágil cartera de alegría
En el lomo infantil de las cebadas
ancla el navío gris de su garganta.
Luego comienza un viaje de puntadas
y, sediento de amor, suspira y canta.
Y al fin de la jornada se detiene
–aire herido a la sombra de sus huellas–
y de la mano de la tarde viene
para ayudare a recoger estrellas.
Alfonso Barrera Valverde
amabateño; 1929-2013