Eran los huancavilcas hombres fuertes y bravos,
jamás se sometieron, nunca fueron esclavos.
El inca Huaynacápac supo de su fiereza
y ante esta sola tribu fracasó su grandeza,
nunca pidieron gracia, ni imploraron clemencia
y aun hemos heredado su altiva independencia.
Ellos eran los dueños del pobre caserío.
De pronto, de sus chozas los sacó un vocerío;
hombres de fiero rostro y caballera hirsuta
bajaban las colinas por escarpada ruta.
Tras la breve sorpresa dispararon las flechas
y las vieron caer trizadas y deshechas,
sobre los férreos cascos y los oscuros petos.
En cano se agruparon denodados e inquietos
en torno del Cacique y los Quillcas, señores,
se vieron despojados por los conquistadores.
Francisco de Orellana, el tuerto prodigioso,
pasada la matanza, con brazo poderoso
trazó en el verde suelo con simetría un cuadro;
usó la recia espada a un modo de taladro,
abrió en la suave tierra una profunda grieta.
La cruz de los cristianos clavó. Después con quieta
majestad se inclinó, doblando la rodilla,
y elevando el pendón morado de Castilla,
en el nombre de Carlos Quinto, Rey de España,
tomó posesión de esta comarca extraña.
Le dio un nombre, Santiago de Guayaquil. El Santo
patrón de los ejércitos, prestó marcial encanto
a la nueva ciudad, y la tribu vencida
sollozó en un vocablo su libertad perdida…
Guayaquil, ciudad mía, qué recios avatares
de entonces has tenido; sonrisas y pesares
repítense en tu historia; tres veces destruida
y tres veces fundada, vencedora y vencida,
justifica los fueros de tu estirpe indomable.
Muchas veces del Guayas, el torrente de plata
transportó los galeones del osado pirata;
al toque de rebato las campas plañían,
la luna iluminaba los hombres que morían,
zumbaban los mosquetes, rugían los cañones,
cargados de riquezas zarpaban los galeones,
pero pese a la angustia y al dolor que la hería
mil veces más hermosa, Guayaquil resurgía.
María Piedad Castillo de Leví
guayaquileña; 1888-1962