A Manuel Eduardo y Zaida Letty Castillo, mis hermanos y alentadores
Te descubrí, Guayaquil,
de polizón en mi pecho,
una tarde entre penumbras
de ausencias y de recuerdos.
Yo estaba ausente de ti
muchos años y muy lejos.
Pero seguía tus huellas
en acartonados pliegos
en códices amarillos
y pergaminos añejos.
(Sin afán pesquisidor:
con un suave sentimiento).
Papeles con palidez
y debilidad de abuelos
me hablaban con voz sin dientes
de tu borrado pretérito:
tus más heroicas hazañas
y procederes más rectos
tus pasados esplendores
gallardías y denuedos.
(Yo estaba como dormido
de evocación y respeto).
Pero fue un antiguo plano
el que me golpeó más recio
y cuajó imágenes limpias
en nebulosas de ensueño.
Plano con radiografía
de coloniales esteros
donde las calles de hoy
mostraban sus abolengos
culebreando dentro el barro
esquinando sus trayectos
o abriendo paso franco
gracia a sus nombres ingenuos...
(Calles Real y de la Orilla,
de la Matriz y del Cerro.
Plazuelas de San Francisco
y de la Estrella. Paseo
de la Legua, Cangrejito,
Ciudavieja y Astillero).
Entonces manó mi esencia
pura de guayaquileño
y me iluminó la luz
de pasados días muertos,
de un Guayaquil pequeñito
–sede de corregimiento,
cabecera de provincia
o de República, el centro–
que supo del Mar del Sur
su el primer astillero,
que agonizaba en cenizas
y resucitaba erecto,
que rechazaba piratas
e indeseables extranjeros
por la fuerza de las armas
o con el vómito prieto.
Que asistía a misa de alba
y cesaba en su recreo
cuando una voz pregonaba:
«¡Las ocho, claro y sereno!»
Que estaba siempre asomado
a la ventana del puerto
esperando velas blancas
del Istmo, Callao o Méjico.
Que comerciaba en cacao
en cascarilla y maderos.
Y doblones que ganaba
los derrochaba en festejos:
en proclamación de reyes
en duelos o nacimientos,
en procesiones de corpus
y en saraos bullangueros
donde lucían los hombres
el donaire de sus cuerpos
y lindas guayaquileñas
un pié como un camafeo.
Entonces, supe por mí
que yo era de esos linderos:
de un Guayaquil antañón,
pueblerino, simple, bueno¸
de un Guayaquil de leyenda
que ya no es más que recuerdo.
De cuando eran cabildantes
abuelos de mis abuelos
criollos ascendientes míos
–no sé si por parentesco
o porque eran como yo
genuinos guayaquileños–.
(Guayaquil de aquel Saravia
primer cronista parlero,
Guayaquil de aquellos Castro
que defendieron tu suelo,
Guayaquil de aquel Aguirre
gobernador tan austero
que se dejó su caudal
en mejorías para el puerto.
Guayaquil independiente
en que gobernaba Olmedo
que vio aduar a Letamendi
a León de Febres-Cordero
a Urdaneta y Villamil
a Jimena y Escobedo).
Y una ternura prensada
quién sabe por cuanto tiempo
–¡quién sabe por cuántos siglos!–
se me desbordó de adentro.
Humedeció mis pupilas
sin yo poder contenerlo.
Me inundó de suavidad
–¡a mí que soy tan entero!–
y fue a caer sobre el plano
los nombres humedeciendo.
(¡Nunca sobre Guayaquil
cayó tan dulce aguacero!)
Esta es narrada la historia
del nuevo descubrimiento.
Y allí fue el primer romance
en que se ensayó mi verso.
Abel Romeo Castillo
guayaquileño