Y, ¿por qué este interés que recién se lo echan
como un manto al un cadáver?
Y, ¿por qué ese dolor, una vez que ha partido?
¿Por qué tanta mirada inútil, cuando cruzaba, vivo,
ese ser que no se convirtió en hombre de provecho:
el poeta?
Qué podrá verse en él si tan sólo hace versos…
Si su vida es la de quemar las naves del regreso
en los puertos de las esquinas,
en madrugadas,
o quizá en cada taberna
como lo hicieron Verlaine y Poe…
Si sus días son navegaciones por los mares de la muerte
a la que nadie hace caso
y terminan esos viajes cortándose las venas
o pegándose un tiro…
¿Qué es lo que ven en un poeta,
que si algo sabe hacer
es amar,
amar con tal torpeza de corazón
que un día se sorprende descalzo caminando sobre vidrios
bajo las acusaciones de los hombres de provecho
–miran desde sus perezosas todos los domingos–
y las señoras asustadizas y virtuosas?
¿Por qué condolerse ahora –ya inútilmente– del poeta
si no aprendió a sumar como los demás
ni a multiplicar a su favor
y terminó con los bolsillos llenos tan sólo de versos
que no pueden venderse a alto precio,
versos arrancados a la noche como lo hizo Baudelaire?
¿Por qué dolerse de ese inútil
que no aprendió a agradar
a la fuerza que puede hacer felices a los hombres
y terminó como Mayakovski
debiéndole el silencio a una pistola?…
¿Qué puede verse en un poeta,
traductor de música, amor, y mutismo,
que ni siquiera se dejó crecer las uñas
para descansar la rancia erudición
y así poder hablar con las palabras prestadas
que a muchos agradan
por fáciles
y son bien pagadas?
Qué puede verse en un poeta
que se arroja a los ángulos de la muerte
cuando todo invita a la risa, a la mesa y a la danza…
Poeta que prefiere interrogar con su sangre
al silencio de los silencios…
Y qué, cuando comienza a escribir sus versos
–¡cómo hiciera billetes!–
su adolescencia es empujada hacia alambres de púas
para que aprenda a ser hombre de provecho.
Y Padres y amigos hablan en voz baja un día,
o le gritan otro día:
su pequeña deformidad
de preocuparse más de la muerte que de la vida,
más de la soledad que de la multitud,
más de su corazón que de su bolsillo.
Ese no aprenderá a pintar cuadros para venderlos.
Y si los pinta, los regala.
Tampoco a aprenderá a vender su palabra
para sentarse en sillas sólidas y prominentes.
Vivirá en soledad, en las antesalas de la verdad
abiertas por las llaves de la muerte.
Vivirá con los mares del misterio
derribándose bajo sus venas
que quedarán en el absoluto vacío
de una pureza incomprensible para los demás.
A veces, será víctima de la angustia y de la alegría
de tocar el fuego de la belleza humana,
para robarla
y repartirla quedándose sin siquiera una astilla.
Ah, pero como a Dios, le quedará,
únicamente le quedara
–difícil de encontrar–
pero le quedará
el secreto de los astros
que aún brillan después de muertos.
Ignacio Carvallo Castillo
guayaquileño; 1937-2015